GETAFE

De antigua cárcel y alfolí a biblioteca: el edificio cumple 300 o 400 años

La casona que actualmente alberga la Biblioteca Ricardo de la Vega cumple, este año que acaba, cuatro siglos. Redondos. Y así ha pasado su cuarto centenario, sin pena ni gloria; ni siquiera un pequeño homenaje, una exposición, un folleto,.. Nada. Y nosotros esperando, inocentes, una pequeña conmemoración municipal. Oh lector, cientos de años después,  seguimos topándonos con la iglesia, en estos tiempos disfrazada de Corporación municipal desmemoriada. Y, para cumplimentar el aniversario, lo celebra como edificio público no accesible, obsoleto, con las fachadas deterioradas y algún pegote, digno de aparecer en la galería de chapuzas, como la máquina de aire acondicionado en una venta de su fachada principal.

Fue en 1617 cuando se dictó la Real Orden de Felipe III por la que se fijaba una provisión de fondos para terminar de labrar la cárcel y el pósito o alfolí (granero o almacén de diezmos) en el lugar de Getafe, según consta el el Archivo de la Villa de Madrid. El pósito o alfolí era, según aclaró Isabel Seco, la archivera de Getafe, en un artículo publicado en el Boletín Municipal, «la casa en la que se guardaba la cantidad de trigo que se tenía de repuesto y prevención para usar en tiempo de necesidad y carestía».

En la misma Orden de 1617 se asegura que los ‘enmaderamientos’ [del edificio] que estaban comenzados desde hacía años se estaban perdiendo y que solo faltaba cubrir y posicionar el edificio. También se requerían técnicos y maestros cualificados para finalizar el trabajo.

La antigua cárcel es un edificio típico de la arquitectura madrileña del siglo XVII. Y empezamos mal porque desconocemos el nombre del maestro de obras que lo remató, aunque —visto lo que ha llovido desde entonces—, diremos que conocía perfectamente su oficio. Por aquel entonces, andaban por aquí dos famosos arquitectos: Juan Gómez de Mora y Alonso de Carbonel. Los dos proyectistas estaban enfrascados en la iglesia de la Magdalena, el primero con en el retablo y el segundo con las obras; cualquiera pudo ser el que levantó el caserón, mitad cárcel, mitad panera, por decisión salomónica o por algún condicionante jurídico que ignoramos. El edificio, tal y como lo conocemos, podría haberse levantado sobre el mismo solar  que antes acogiera  una alhóndiga o panera medieval.

Está claro que las obras se ejecutaron, digamos para no errar, durante el primer cuarto del siglo XVII; y nos conviene asegurar, de cara a lo oportuno del artículo, que fue en 1617. Y si no fuera así, por ser cumpleaños de la Real Orden y  mero trámite burocrático, pues las obras se extendieron —según algunas fuentes— nada más y nada menos que cien años, con lo cual llegamos a 1717.  Y volveríamos a enfrentarnos  a un guarismo, ciertamente obstinado en tener celebración: 300 años mágicos. Y es que, sí o sí, tocaba en este agonizante 2017. Un aniversario que merecía su correspondiente homenaje a uno de los pocos edificios históricos del municipio.

Antes, como ahora, el dinero era poco para las obras públicas, incluso las ‘ordenadas’ por la corona. Se cuenta que hubo que aplicar un ‘impuesto a la carne’ a los vecinos de Getafe y a los del resto de municipios del Partido Judicial para financiar la panera. No comer carne por guardar el trigo y los presos, que se decía.

El Real Pósito y la fuga de presos

En 1772, según consta en el archivo municipal —anécdota recogida por el ‘eterno secretario’ Fariña Jamardo en su libro sobre el Getafe del siglo XVIII  «se solicitó licencia para fortificar las puertas y la pared de la cárcel pública por la fuga de dos presos el 10 de febrero de ese año». Los dos convictos rompieron los grillos delas puertas con un mástil, y, saltando las tapias del corral de la ‘casa-cárcel’, se introdujeron en la huerta que en su inmediación tiene el Marqués de Camarena, «donde a sumo cuidado y desvelo de los Alcaldes y demás dependientes de Justicia fueron aprehendidos y vueltos a prisión».

No se sabe en qué momento, quizás en el siguiente siglo, pero tras esa fuga abortada y algún butrón posterior, las jaulas se aislaron de la fachada creando dos filas de celdas con un pasillo central y un ‘paseo de ronda’ perimetral. Según las mismas fuentes del archivo municipal,  Fariña Jarmardo cita que el Pósito Real se constituyó legalmente en 1758 y empezó a funcionar, escaso de medios, en 1761. En 1764, el pósito había distribuido «entre veinte vecinos labradores ciento ochenta fanegas y nueve celemines de trigo con unas existencias (en junio de ese año) de 145 fanegas de trigo en especie y 1.200 reales de vellón para la compra del mismo cereal». Los agricultores que recibían los préstamos de trigo del pósito suscribían una escritura ‘de obligación’ para garantizar la devolución o el pago. Era el alfolí, panera o pósito, una función más importante que la del confinamiento de presidiarios. Getafe era una villa agrícola, preocupada fundamentalmente por  la lluvia y las cosechas de cereales, trigo y cebada, y otros productos de la huerta.

Pascual Madoz cita el edificio en su impresionante Diccionario Geográfico-Estadístico Histórico de España y sus Posesiones de Ultramar (Madrid, 1847) y asegura que en «la plaza se encuentra el Ayuntamiento y una cárcel que, por ser reducida y mala, se abandonó; hoy sirve de tal una magnífica tercia o panera que existía en el extremo Este del pueblo, con toda la capacidad y seguridad necesaria para los presos del Partido, y aún para encerrar las cuerdas de presidiarios que pasan, aunque sean numerosas».

Una casona típica de principios del siglo XVII

Se trata de una construcción de planta rectangular con una superficie de unos 800 metros cuadrados, de aspecto austero según los cánones de la arquitectura civil madrileña de principios del barroco, con dos pisos, bajocubierta y cubierta a cuatro aguas. Las fachadas del edificio se ejecutaron en ladrillo visto con un zócalo ejecutado, en parte con ladrillo y en parte con piedra. La fachada principal presenta una portada al gusto del siglo XVII con un resalte de piedras sillares almohadilladas en el dintel y en las jambas. Dos ‘rollos’ de piedra caliza, marmolillos, ‘guardacantones’  protegían las ruedas y las esquinas de la fachada del paso de los carros.

A lo largo de los siglos XVIII y XIX el edificio sufrió varias reformas que no afectaron a su estructura básica. En 1933, el edificio pasó a ser propiedad municipal y se inscribió en el inventario de bienes, aunque siguió funcionando como cárcel hasta 1946.

La cárcel en la guerra civil: el caso Juan Bergua 

Por las celdas de la Real Cárcel y Pósito, luego Cárcel del Partido Judicial, han pasado, además de los habituales ladrones, desertores, vagos, maleantes, ociosos, asesinos y otras gentes de mal vivir, algunas personas destacadas, sobre todo en el toma y daca inicial de la última guerra civil. Entre los destacados que podemos referir se encuentra Juan Bautista Bergua —otro gran personaje y vecino de Getafe que no tiene el necesario  homenaje en el callejero de este pueblo ingrato— o la adolescente Rosario Sánchez Mora, más conocida como Rosario Dinamitera, casi una niña a la que le faltaba un hervor, que quiso ser granadera del comunismo, baluarte explosivo contras las tropas fascistas y  perdió una mano manipulando dinamita, incidente que le valió —mucho más valiosos que una recompensa o una medalla de guerra, un poema de Miguel Hernández (la dinamitera sí tiene su Avenida en Buenavista, cerca de Verdecora, al igual que Lina Odena y otros personajes siniestros de la Segunda República); está claro, ya se ha dicho alguna vez, que los que ponen los nombres a las calles de Getafe son idiotas, pero bueno… a lo que íbamos.

Juan Bautista Bergua (alto con gafas), —en la foto de la izquierda— junto al ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos (con barba), y al alcalde de Madrid, Pedro Rico, recorriendo las casetas de la Feria del Libro de Madrid que se celebró, del 23 al 29 de abril de 1933, como parte de la Semana Cervantina

La cárcel era testigo muda de las sacas que realizaban los milicianos más radicales constituidos por su cuenta y riesgo en Comité de Investigación Pública, una organización parapolicial del Frente Popular; con arbitraria y terrorífica tenacidad  regaron los campos y caminos con cadáveres de golpistas, miembros de la burguesía rural, de anteriores corporaciones y de otros simpatizantes de las derechas de menor entidad. Se saquearon los domicilios del cura, del Casino La Unión, la Agrícola Getafense, el colegio de los Escolapios, se incautaron casas, cosechas, animales,…

El alcalde de Getafe desde marzo de ese año, tras los comicios de febrero, hasta  esas fechas, Francisco Lastra —otro personaje siniestro tachado de violento, para el cual también se pide un homenaje—  y el resto de la comisión municipal que nombró el Frente Popular huyeron como las ratas de un barco que se hunde el último día de octubre. Durante el mandato de este héroe de baratillo trostkista y, sobre todo después del ataque del Cuartel de Artillería a la Base aérea en los compases iniciales del alzamiento sedicioso, murieron asesinadas 59 personas entre agricultores, propietarios de rentas, concejales, abogados, comerciantes, industriales, religiosos y, ojo al dato, tres antiguos alcaldes, un obrero, un hojalatero y un practicante. Empezaba un ajuste de cuentas sin precedentes. El bueno de Lastra fue acusado, directamente, por las monjas del Cerro de brusquedad y violencia. En noviembre de 1940  el exalcalde, igual que otros muchos, sin garantía jurídica, fue fusilado junto a otras personas en una tapia de la Almudena. Dejaremos al lector si merecía o no un castigo tan cruel, pero que él conocía por aplicarlo a su enemigos. Bueno,  una joya de persona que, a la vista del frentismo actual, la memoria histórica y el rencor de siglos, merece un gran homenaje, una calle y un folleto.  Pues claro, hombre. Lo que ustedes digan.

Getafe cayó el 4 de noviembre ante el empuje de los legionarios y regulares del Teniente Coronel Tella, que arrasaron las trincheras de los milicianos en una quimérica e inminente toma de Madrid. La cárcel de Getafe, ahora gestionada por la Falange, se  llenó de  ‘marxistas’, de peligrosos milicianos sin filiación concreta y  de unos cuantos anarquistas. La comandancia militar nombró  la Comisión Gestora Provisional del Ayuntamiento, presidida por Emilio Núñez Hernández. Entre los primeros acuerdos, hacer recuento de varones de entre 15 y 60 años para alistamiento (creo que no quedaba ninguno), limpiar las calles y cunetas de cadáveres y animales muertos, buscar el abastecimiento mínimo para la supervivencia, expedir salvoconductos a los ‘nacionales’ y arrancar los carteles rojos de las tapias.

El cementerio, sin embargo, estaba lleno. No daba abasto a recibir tanto inquilino. Los muertos se  acumulaban en las trincheras, en  los caminos y junto a los paredones semi derruidos, acribillados  y recostados, revueltos todos, los fascistas fusilados en las semanas previas, los muertos de derechas,  los milicianos que habían caído defendiendo la República y los moros que ya, después de la cruenta batalla, habían resucitado en África, rodeados de las huríes que esperan en el edén prometido.

La cárcel de Getafe, desde el fatídico 18 de julio de 1936,  era un oscuro y sucio lugar de tránsito hacia la otra vida, encierro fugaz, cruce de caminos hacia el enorme osario en que se había convertido el pueblo a las afueras de la capital.

Juan Bautista Bergua

Juan Bergua había nacido en 1892, así pues tenía 44 años en el momento de hechos que relatamos;  escritor, librero y editor políglota,  republicano convencido y, además, amigo del alcalde de Madrid, Pedro Rico. Fue vecino de Getafe donde poseía una  ‘casa de campo’ con jardín en la calle Madrid. El ‘chalecito’ había sido adquirido por su padre, Juan Bergua  López, al lado de la casa de su amigo Filiberto Montagud; una casona que le servía de distracción en las vacaciones  y de almacén para el sobrante de libros impresos. Bergua era de esos personajes que, estando claramente definidos lo que diríamos hoy como amplio espectro progresista,  tenía mala prensa entres los dos bandos mortalmente enfrentados; ni estaba bien considerado  por unos, ni gozaba de reputación alguna entre los otros que le llamaban ‘el editor rojo’.

En 1927, tras la muerte de su padre, transformó el negocio de librero de viejo, de compra venta de bibliotecas particulares, denominándolo Librería-Editorial Bergua.  El establecimiento se abría al público en la calle Mariana Pineda 9, hoy Maestro Victoria, a escasos metros de la vivienda que ocupaba en Preciados 25. Siendo, como era un espíritu libre, no tuvo otra ocurrencia —gracias a una sugerencia de su jardinero getafense— que hacer una edición del Manifiesto Comunista accesible a los proletarios, los pobres y los jornaleros que no tenían demasiados estudios, aunque algo heterodoxa en sus dogmas renovados, una publicación que gozó de un enorme éxito —más de 50.000 ejemplares vendidos— tras una pequeña tirada inicial de mil y que incluía un apéndice final en forma de hoja de afiliación al nuevo Partido Comunista Libre de España. La sorpresa es que, teniendo el PCE 5.000 afiliados,  recibió 12.000 solicitudes para formar parte de su anárquico y singular  Partido Comunista Libre de España (P.C.L.E.). La nueva política contra la casta, ya se dirimía entonces.

La finca de Getafe condicionaría gran parte de la vida de Juan Bautista  Bergua. El pueblo, sumergido aún en el agro, estaba a solo cuatro pesetas de Madrid o, si se prefiere en tiempo, a media hora en tren o autobús. Los domingos era el día de reunión de amigos y compañeros en la finca de Getafe, donde, ayudados sin duda por la buena mesa, el rioja generoso, el crepitar de la chimenea y el canto de los pájaros, —según la estación— resolvían a base de amigable dialéctica e interminables tertulias los problemas del país y, si hacía falta, del mundo. Sus amigos le advirtieron del peligro que corría si constituía ese invento del PCLE.  Stalin y sus esbirros no dudarían en matar a cualquier visionario que pretendiera usurpar el protagonismo de la revolución española que se habían atribuido.

Poseía la imagen de hombre pulcro, bien vestido y dinámico, la estampa genuina del pequeño burgués, algo muy peligroso por la consabida manía nacional de asimilar las apariencias con la ideología. A mediados de septiembre fue convocado en la checa de Bellas Artes para ser interrogado. Su delito, además de imprimir un Manifiesto Comunista muy heterodoxo en cuanto a determinados dogmas como la libertad religiosa, la propiedad privada o las libertades individuales, era sospechoso de ser amigo, menuda sorpresa,  del general Emilio Mola, jefe del Ejército sublevado que bajaba desde el norte de la península con la idea de romper las defensas y tomar Madrid. Bergua era sospechoso de formar parte del batallón invisible de partidarios del alzamiento militar, de ser un elegante ‘quintacolumnista’, uno de los miles de ‘fascistas’ madrileños  agazapados a la espera del General Varela o del propio Mola.

Bergua se disculpó asegurando que solo conocía al militar superficialmente a raíz de los sucesos de Jaca; y que  no era amigo suyo. En parte, mentía. Amigo, amigo, no, pero sí empatizaba con la persona y con sus dotes intelectuales. No con el golpe de Estado, claro, pensó.  Argumentó con vehemencia que Mola había sido leal a la República hasta que el desorden, las huelgas salvajes sin fin, los atentados y los asesinatos indiscriminados rompieron España.

Le dejaron marchar, quizás para realizar algunas comprobaciones; lo emplazaron otra vez, al cabo de una semana; de nuevo en la checa. No pintaba bien. Llamó a su amigo el alcalde de Madrid, con quien había organizado e inaugurado la primera Feria del Libro de Madrid en 1933. Pedro Rico le recomendó que pusiera los pies en polvorosa de la forma más rápida y discreta.  El refugio elegido estaba a dos leguas de la calle de Alcalá, pero lo suficientemente lejos como para pasar desapercibido en medio de aquel remolino de pasiones ciegas.

El 31 de octubre de 1936, La Pasionaria arengaba a los soldados, a los curiosos  y a los militantes de las Juventudes Socialistas en la Plaza del Ayuntamiento de Getafe, en un mitin improvisado alrededor del coche que había la había traído hasta la última trinchera. Elocuencia y coraje de aquella mujer comunista, ataviada de forma sencilla como las viudas, hablando recio de la consabida solidaridad comunista, la fortaleza de los soldados republicanos y de un montón de lemas y consignas de los pueblos del mundo. Se desgañitaba, una y otra vez, con el no pasarán. Hay que resistir al moro…

—No pasarán. Hasta aquí han llegado; de Getafe no pasarán los fascistas. —gritaba La Pasionaria— Esta será su tumba, al pie del Cerro Rojo. Que no retroceda ni un hombre. Las mujeres estaremos aquí, con ellos en la vanguardia obrera, para apoyar, y si hace falta, coger el fusil. Ni un paso hacia atrás, ni siquiera para coger impulso. —Empieza a oscurecer y el cielo se tiñe de rojos y negros. Esa mujer, en realidad se llama Dolores Ibarruri; ella y sus tres o cuatro acompañantes, cantan la Internacional en ruso; y las Juventudes Socialistas, que no dominan la lengua de Lenin, tararean aquel himno extranjero.

Mientras, la mayoría de milicianos toman vino por las tabernas, intentando calentar sus cuerpos mientras acarician la idea de huir  ¿Quién podría parar a los moros de Franco con su experiencia en las guerras de África, sus horrendos gritos, sus cánticos de guerra santa y sus bayonetas frías? Estaban desmoralizados, muchos habían llegado sin resuello, desperdigados por los campos tras perder la posición de Parla, una derrota tras otra,  ávidos de comer un chusco de  pan  con una lata de sardinas; y descansar. Los más jóvenes e inocentes, oyendo a aquella mujer vestida de negro,  preguntaban, «entonces… es que ya vienen los rusos», deseosos de que llegara la ayuda internacionalista, como el agricultor ansía la lluvia de mayo. Los rusos ya están aquí… eso se oía, pero no se veían por ninguna parte; entonces ¿qué podía resolver una mujer comunista, sola, arengando a un ejército de lisiados, de hombres con alpargatas pero sin moral? ¿Qué puede hacer para impedirlo la Pasionaria? ¿Ir de trinchera en trinchera…?

Quiso el destino y los avatares de la contienda, tras pasar apenas mes y medio en la ‘hambronía’ getafense, que las trincheras que defendían el último pueblo antes de Madrid fueran arrasadas a  bayoneta y fuego por los legionarios y los regulares del Teniente Coronel Tella y, siguiendo el escalafón, del General Varela. Fueron días de confusión y terror.  La Columna de Orden y Policía de Ocupación, institución represora que sustituyó a los Comités de Investigación Pública,  empezó a registrar la Casa del Pueblo, situada frente a la huerta de los Escolapios, y las sedes de los partidos del Frente Popular; luego el domicilio de algunos vecinos significados con la defensa de la República. El paisaje es desolador. De los 8.330 habitantes que figuraban en el padrón de 1935, sólo quedan 636 para dar la bienvenida a las tropas africanas.

Había pasado una semana y, después de efectuar las inspecciones más urgentes, la Policía de Ocupación empezó a girar visita a los vecinos denunciados por sus afecciones marxistas o anarquistas. De esta guisa, a las cuatro de la tarde del día 11 o 12 de noviembre, se presentaron en la puerta de su finca tres soldados, ataviados con ponchos confeccionados con mantas a cuadros, cargados de cartucheras y con sus mosquetones reglamentarios al hombro, un falangista uniformado con su correaje de cuero nuevo, como recién sacado del armario ,y un cura con teja y traje talar, como dios mandaba en la ‘zona nacional’, aunque las dos eran y pertenecían al mismo país o nación. Le comunican que está detenido. Su mujer y su hija lloran desconsoladas. Le acusan de rojo, de incitar al comunismo y lo detienen. Cuando le empujan con los fusile, su hija suplica un momento para darle una manta. Es noviembre y hace un frío de muerte que pela hasta los cojones de los más valientes. La cárcel se imagina más gélida que una tumba.

—Hija, no te preocupes… —intenta consolarla el cura en tono hipócrita.

—No te preocupes,… —el falangista, repite despacio las palabras del párroco y termina la frase agitando el arma en el aire como una sentencia, —no le va a hacer falta.

A Juan Bautista Bergua Olavarrieta lo llevaron a la Cárcel del Partido Judicial con la intención de fusilarlo. Su hija Mercedes salió corriendo para enviar un telegrama al General Mola. Solo decía: «Juan Bergua detenido en la cárcel de Getafe». El oficial a cargo del telégrafo, viendo a quién iba dirigido y la falta de explicación del texto, sin alcanzar a entender el fondo del asunto, trasmitió el telegrama. La respuesta no se hizo esperar. El general Emilio Mola ordenó el traslado del preso a Ávila sin justificar la decisión pero dando a entender el castigo que le esperaba al ‘editor rojo’.

—A ese, dejádmelo a mí. —Era la orden del Jefe del Ejército nacional del Norte. —¿Qué le habría hecho el tal Bergua al General Mola para que este deseara la venganza en persona?, —se preguntaban el cura párroco, el jefe de la falange y el alcalde-presidente de la Gestora Municipal nombrada por la comandancia militar, sin concluir respuesta ¡Lo llevaba claro el rojo de mierda ese…!  Al día siguiente, un coche enviado por el ejército lo trasladó hasta la ciudad amurallada.

Cuando llevaba unos días en la prisión de Ávila, el 20 de noviembre, —según relata el propio Bergua—  la Policía de Ocupación, acompañada de un pelotón de regulares, se presentó en su casa donde aún permanecían su mujer e hijos y procedieron a prender un ingnonimioso fuego en el jardín, una pira monstruosa, con todas  las obras en castellano que allí almacenaba. Los libros editados en  inglés, francés o griego quedaron intactos en las cajas y estanterías. —¿Qué daño podían hacer unos libros que nadie entendía y que, por tanto, nadie leería, —preguntaba el cura párroco—. Había que ahorrar gasolina.

El General Mola falleció en junio de 1937 en un accidente de aviación. El jefe de su estado mayor, el coronel Fernando Moreno Calderón, conociendo los pormenores de su relación  y el deseo de su jefe de proteger a Bergua, quiso cumplir como leal subordinado y le facilitó un salvoconducto. Con el mismo,  llegó a  Francia y esquivo una muerte anunciada. Pero, seguimos sin saber qué unía al general sedicioso, escritor y jugador de ajedrez,  y al también escritor, traductor y editor rojo… Todo a su tiempo; eso será parte de otra historia más larga.

En octubre de 1946, el ayuntamiento de Getafe restableció la ‘licencia de funcionamiento’ para la edición de libros a José Bergua Olavarrieta en la casa familiar de la calle Madrid, con vuelta a la calle Vinagre. El editor vivía en Francia, escribiendo, preparando ediciones y traduciendo clásicos. Su hermano José se hizo cargo del negocio en España. Juan Bergua regresó a España en 1959 y falleció el 9 de junio de 1991 dejando tras de sí una inmensa obra literaria y una editorial renombrada como Ediciones Ibéricas.

De cárcel y alfolí a biblioteca pública

A principios de 1.939, recién acabada la contienda, la Falange entregó el centro a las nuevas autoridades civiles. Se  nombró director a un tal Eugenio Vargas que organizó el centro a nivel burocrático, llevando por fin un control administrativo de los presos recibidos, entregados a los distintos juzgados y tribunales militares o dando cuenta de la liberación a los pocos que lo conseguían. En aquel momento había 136 internos, en condiciones, de extrema precariedad. Según los datos publicados por la Asociación de la Memoria Histórica de Getafe, desde el momento de la rebelión militar pasaron por la Cárcel del Partido un total de 2.658 presos. En algún momento de esa época negra, la cárcel albergó en su interior, —cuesta creerlo— hasta 1.700 presos, tantos que se habilitó el Hospitalillo de San José como segunda prisión del municipio.  Que se sepa, y según la misma Asociación, de ambas prisiones salieron, al menos de 125 presos, condenados a muerte para ser ejecutados y enterrados en los descampados que había cerca de lo que hoy es el cementerio municipal. Era el destino de esas tierras. Acoger difuntos.

Pero, dejemos la guerra civil y sus funestas reminiscencias. El último preso que ocupó la Cárcel del Partido, del que se tiene constancia gracias a la minuciosidad y el archivo de nuestro amigo Manuel Fernández, se llamaba Justiniano García Escolano (nacido en Villaconejos en 1903), condenado el 6 de agosto de 1939 y liberado el 31 de marzo de 1944. Tuvo suerte de salir con vida de aquella ratonera.

En 1951, el Ministerio de Justicia procedió a ordenar la supresión de la Cárcel del Partido Judicial. En 1955, el Pleno aprobó su cesión a la Guardia Civil, propuesta que no aceptó el Cuerpo. En 1956 se cedió la planta baja a la Asociación Artística de Getafe. El 1966, el arquitecto municipal, José Martín, realizó un proyecto para adaptarlo a escuela de adultos. Al año siguiente, el Pleno cedió el edificio al Ministerio de Educación. Hasta 1979 se dedicó a la educación de adultos bajo el nombre de Centro de Extensión Cultural ‘Ricardo de la Vega’.

Con la llegada de los ayuntamiento democráticos, se pretendió hacer una gran biblioteca pública patrocinada y administrada, en principio, por la Caja de Ahorros de Madrid, idea que se desechó ante la oposición frontal del PCE, según informaba el periódico Acción Getafense.

Las obras de restauración, como pasó con las del Hospitalillo de San José, se aprobaron bajo el mandato de Jesús Prieto de la Fuente en el año 1980, que catalizó e impulsó la recuperación de una parte del patrimonio histórico, además de hacer colegios, centros de saludo y asfaltar calles, entre otros asuntos urgentes. Getafe era un tajo sin fin. Todo estaba por hacer. La perentoria necesidad económica en todos las áreas municipales, y la crisis que arreaba, provocó la paralización de los trabajos; y así quedaron encallados durante diez largos años, periodo en el que el inmueble se convirtió en sede de maleantes, gamberros y drogatas. Luego llegaron nuevos proyectos, obras intermitentes y ver pasar el tiempo…

Entre los elementos originales que habían llegado más o menos en condiciones aprovechables estaban, cómo no, los robustos muros de ladrillo y la estructura de madera que forman los pilares, forjados y soporta la cubierta de teja. También la bonita estructura que permitía el aprovechamiento de la bajocubierta y los más de 2.000 m² de vigas y viguetas del mismo material. Un trabajo arduo para acabar con la carcoma, la pudrición y otros defectos, así como darle tratamiento ignífugo.

Así, diez años después de aprobarse las obras, el 12 de octubre de 1990, se pudo inaugurar la Biblioteca Ricardo de la Vega. Los folletos del consistorio, siempre con esa imprecisión aseguraban  un total de 23.200 volúmenes, eso sí,  sin catalogar ni ordenar. El pasado mes de septiembre (2017) su fondo total llegaba a 13.743, contando libros, folletos, cd’s, dvd’s, etc.. Habrán tenido que prestar a las otras. Pero, fuera o no, acababa de nacer y ya tenía más de 1.000 carnés, fans o ‘amigos’ como dicen hoy los habituales del facebook.  ¿Sería otra exageración? El sempiterno, hacendoso e imaginativo alcalde, Pedro Castro, por fin, tenía su biblioteca central. El edil de Cultura, Rafael Caño, contraponía, metafóricamente, la tristeza de la cárcel con la alegría de una biblioteca. Y es que entonces, hasta teníamos  concejal de Cultura, instruido… y motivado. Todo un caño a la historia.

Edificio obsoleto y con una entrada habitual no accesible

Es una pena que la fachada sur, la que ofrece su portalón a la calle Calvario, siendo la única entrada accesible —en los términos que hemos de considerar hoy— este cerrada a cal y canto. Los escasos vecinos que transitan entre los contrafuertes de la Catedral y la fachada de la antigua cárcel, pueden pasar de largo, sin percatarse, por uno de los pocos un rincones con una foto de época. Una estampa del siglo de oro a la sombra de la torre de la iglesia, temiendo que en cualquier momento nos asalte y rete un espadachín con capa negra y sombrero de ala ancha.

Llama la atención, ante esa estampa histórica, el deterioro de la fábrica de ladrillo visto de la fachada y del zócalo, así como el aparato de aire acondicionado en una de las ventanas, como el reloj de pulsera en las malas películas de romanos… ¿No está prohibido colocar así la máquina exterior en un edificio protegido? ¿Quién necesita calentarse o refrescarse a costa de incumplir la ordenanza, mancillar la historia y profanar la estética del edificio con un pegote de chapa blanca?

La otra, el acceso habitual, abierto a capón en la cara opuesta, con su empinada escalera junto al busto del último alcalde franquista, Ángel Arroyo Soberón,  tiene esa luz del norte que tanto aman los fotógrafos y los pintores. Pero no es accesible. Si anda usted un poco cojo, o vaya, si usa muletas o silla de ruedas, olvídese de esta Biblioteca.

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