OPINIÓN

La Tertulia de Getafe

 

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♦ En 1980 yo estaba de trompo, vamos de peón,  para dos oficiales soladores y se cobraba por metros. Para hacer las pasteras, me venían en un ‘dumper’ de arena y rompía dos sacos de cincuenta  kilos de cemento, paleaba y hecho el hoyo tiraba de la manguera de agua. En carretillas y espuertas repartía la pasta. “Esto es una mierda, hay que ligar mejor la mezcla”. “Niño, trae más, que falta”. Me ataba las gafas con un cordón por detrás de la cabeza, siempre he tenido mucha sudoración.

Los sábados me iba a la discoteca ‘Centauro’ y bailaba con Janis Joplin y Frank Zappa, hasta caer extenuado sobre cualquier sillón. Así un día, volviendo de la discoteca, pasé por la calle Carabanchel y me encontré con un garito que habían abierto recientemente; al menos la última vez que pasé por aquella esquina aquello no estaba. Se llamaba ‘La Tertulia’.

Aquel establecimiento me llamó poderosamente la atención. Jamás había visto algo parecido. Se entraba por un largo pasillo hasta la barra que se extendía hasta el fondo a la derecha; detrás quedaba una pequeña cocina y un cuarto minúsculo donde se encontraban el tocadiscos y unos cientos de vinilos. Lo primero que llamaba la atención de ‘La Tertulia’ era la vetusta caja registradora con sus dorados sobre la madera. De frente habría unas quince mesas negras con sus correspondientes sillas clásicas de café. Al fondo, como está ‘mandao’, los servicios. Había multitud de pequeños cuadros, muchos con viejas fotos de escritores en blanco y negro y otros reproducían coloridos cuadros de Picasso o Matisse.

Al fin en la esquina un pequeño tablado que se elevada un peldaño, en donde se encontraba el piano. A la izquierda de aquel ataúd musical, al que nadie afinó en muchos años, se encontraba lo más alucinante: la entrada a la librería. La Tertulia era un café librería, en donde más tarde supe que se discutió muy duramente si se permitían vender guarradas capitalistas, como la Coca-Cola. Un espacio donde se podía escuchar música, tomarte un buen vino y comprarte los cuentos completos de Ignacio Aldecoa. Aquello no podía ser normal.

Yo tenía ya en mi habitación con literas unas pequeñas estanterías con ochenta o cien libros de bolsillo, exquisitamente elegidos por lo que buenamente mi intuición me indicara. Recuerdo que atiné en Henri Miller y como me devoraba sus trópicos y soñaba con el Paris de los años treinta. Derivé inevitablemente en Antonin Artaud, Sartre, Louis-Ferdinand Céline y tenía ya un gazpacho bastante gordo con los franceses. Cuando en ‘Tris Tras Tres’, mi programa favorito en Radio 3, escuché a Carlos Faraco decir que había que leer a los clásicos griegos me compré la Odisea de la editorial de Libro Amigo de Bruguera y la Ilíada en la edición de la Colección Austral. Los comienzos no fueron fáciles, pero una vez hecho el oído yo ya estaba dispuesto a montarme otro gazpacho, esta vez griego.

El sábado por la tarde, siguiente a mi descubrimiento, entré en la tertulia con mi uniforme de gala: pantalones vaqueros Lois y una camisa del ejército del aire, dos tallas más grande de segunda mano, arremangadas las mangas y los faldones por fuera. Mi melena azabache y lacia sobre los hombros, recién lavada. Pedí un tercio de Mahou y agarrándola por el gollete me encaminé hacia la librería, y me quedé largamente estudiando los lomos en la sección de ‘Clásicos’ mientras balanceaba la botella con garbo entre mis dedos. Por fin, se me acercó un tipo con gafitas redondas y bigote: “¿Busca algo en especial?” Me sacudí para el coleto un buen trago de cerveza, extraje un ejemplar y se lo entregue: “Quiero este”. Fuimos hacía una mesita, abrió el libro y arrancó parte de una etiqueta que se encontraba en el interior de la portada. ‘Los trabajos y los días” de Hesiodo, ciento cincuenta pesetas. En la parte de la etiqueta que quedó en el libro había el dibujo de un rostro. Fue mi primer conocimiento de Silverio Lanza.

Con el tiempo y los libros, supongo que les hizo gracia lo del peón albañil que compraba clásicos griegos, nos hicimos amigos y terminé por abandonar la obra para hacerme camarero de aquella Arcadia perdida en Getafe.

Allí participe en las tertulias literarias de las noches interminables, la realización de la revista ‘Cebolla de Jata’, la edición del libro ‘Primeros Cuentos’. Descubrí la música de Charles Mingus hasta Hilario Camacho. Autores como Herbert Marcuse o Luís Martín-Santos. Paseé la bandeja en la conferencia que le sacaron a Francisco Umbral  por un bocadillo. Los llenazos de Rafael Amor, la fantástica banda del Whisky jazz, con aquel batería muy mayor, que tan solo bebía leche y sacaba de sus baquetas los ritmos más salvajes. Hasta estuve en la Mandrágora de Madrid y vino casi todo el grupo de aquel mítico disco a tocar y cantar en nuestra escondida esquina de la calle Carabanchel.

Por conocer, allí también conocí a una chica de cuarenta y cinco kilos, con una camiseta blanca con gruesas rayas horizontales y anaranjadas, que todas las tardes, cuando venía con su panda de amigos y amigas, siempre me pedía, mirándome fijamente a los ojos, “un te… Indio”. Más tarde, cuando le dejaba una de aquellas enormes teteras blancas de porcelana humeante sobre la mesa, todos se reían a mis espaldas del aspecto de indio Cheyenne pies negros que me proporcionaba la melena. Y aún hoy los dos nos reímos juntos. No está nada mal, por hacer un rato el indio. Tanto tiempo emboscados y cómplices contra el mundo.

Los años de La Tertulia fueron mágicos y decisivos para muchos jóvenes, y que ahora, pasados más de treinta y cinco años, aún nos reconocemos y seguimos disfrutando de la amistad. Pero sobre todas las cosas, de aquel local nos queda el haber compartido tantos sueños, y todas esas miles de horas de enriquecimiento mutuo y conversación… ‘Café Librería La Tertulia’ Calle Carabanchel Numero 21 Getafe Madrid, ¿Cómo seríamos hoy, sin aquel ámbito?… Decididamente otros y más empobrecidos.

¡Gracias por todo, amigos!… Gracias a las paredes y la atmósfera, a las blancas teteras de porcelana y el olor de los servicios. Al humo del tabaco bajo la música  y el sudor de las personas habladoras y anónimas, que pusieron parte de su vida en común dentro de lo que no llegó a ser una verdadera utopía. Pero se esforzaron por hacer lo posible… ¡Joder, al menos lo intentamos¡

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