OPINIÓN

Tazones

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‘La noche estrellada sobre el Ródano’, de Vincent van Gogh

 

—Sólo faltan tres días y un mes para nuestra fecha…

—¿Nuestra fecha?… —pregunté, mientras toda mi atención se centraba en la conducción nocturna por aquella carretera comarcal sinuosa y desigual en busca del mar.

—Sí, cariño —y mientras hablaba, se abanicaba graciosamente con la suave tela del escote de su vestido—, ayer cumplió veinticuatro años nuestra hija; por lo tanto, dentro de tres días y un mes llevaremos veintisiete años de casados…

A mi mujer no le entusiasmaban a estas alturas los besos largos y apasionados ni la ropa provocativa. ¿Cuántos meses pasaron sin hacer el amor?… De los embarazos heredó unas caderas, un vientre y unos pechos caídos. Y de las noches insomnes lactantes y dulces le quedó un tic —como a las viudas por los cementerios— por la meditación, a intervalos y sin sentido, que le provocaba interrogantes que la dejaban confusa y expectante, dejándola el rostro reconcentrado y pálido; y, ahora que lo pienso, con una lamentable mirada sorda y profunda que, estoy seguro, para muchos resultaba ofensiva e inexplicable

Yo tenía los ojos cansados e inyectados en sangre y me veía obligado a realizar ímprobos esfuerzos por mantener separados los párpados, que se me antojaban como de cartón piedra. Las líneas de la carretera continuaban alargándose, infinitas, tras la luz de los faros. Había estado pensando gran parte del viaje en ella. Sí, la vida va en serio, en eso todos estamos de acuerdo; el problema es que cada uno la vive desde su piel para dentro. Por eso lo suyo, lo de uno, siempre resulta infinitamente más injusto. Me habían despedido del trabajo en el que llevaba un cuarto de siglo. Encontrar otro, a mi edad, era casi un milagro. No se lo había dicho a nadie, aún… La miré de soslayo un instante y me reproché para mis adentros. A todos nos gustaría estar continuamente motivados por el amor y, sin embargo, nos sentimos empujados, simple y llanamente por el poder sobre la situación y el sexo. Separé la mano derecha del volante y la posé suavemente sobre su apetecible muslo izquierdo. He de reconocer que cualquier pretexto me parece bueno para volver a sentir el latido de su cuerpo.

Aquel viaje improvisado, y sin más motivo que la terquedad con la que había luchado por conseguirlo, a ella desde el principio no le había gustado, pero con su acostumbrada displicencia por fin había cedido y allí estaba sentada en el asiento del acompañante, jugueteando con sus dedos en el vestido y hablando de «nuestra fecha». El viaje sería mi último esfuerzo por recuperarla. Aquella idea me había surgido como un fogonazo. Iremos juntos, solos por una vez, y será la última o tal vez la primera de nuestro futuro como pareja. El viaje era una página en blanco para regresar con alguna certidumbre. Positiva o negativa, ¡daba igual! Viajar sin propósito a ningún lugar en especial, simplemente huir, para poder volver con algo a lo que poder agarrarme con respecto a ella. Algo a lo que atenerse.

Ella separó sus piernas y mi mano quedó a la deriva, acariciando el aire. Me hablaba en un tono de voz casi inaudible, mientras contemplaba como ausente el salpicadero y sus manos jugueteaban ahora con el cierre de la guantera. En la oscuridad no podía verla bien los ojos, pero conocía a la perfección su mirada. Una mirada perdida y vaga, la mirada del que vivió y sigue viviendo pero sin la esperanza del futuro. A veces pensaba que ella había caído en un juego tan absurdo como femenino. Parecía como si ella intentara proyectar su ancianidad, hacer de ella misma una representación otorgándose un papel que aún no le correspondía en su propia vida, como esos ciclistas que antes de llegar a la meta se bajan de la bicicleta y se sientan a llorar sentados sobre una piedra en la cuneta.

Su última apreciación resultó aún menos inteligible porque habló mientras bostezaba. Yo proseguí como si lo hubiera oído todo a la perfección…

El mar estaba agitado, las olas estallaban y el viento lanzaba el agua pulverizada contra la carretera. La marea turbia y salada corría en dirección hacia el interior como si quisiera conquistar enfurecida toda la tierra. Cuando lo visualizamos por primera vez, al comenzar el descenso del suave puerto montañés, aquel minúsculo pueblecillo blanco de paredes encaladas parecía el ojo de un huracán, dejando tras de sí una sensación de fragilidad nada acogedora.

—¿Porqué no enciendes la radio?… —me agredió con su especial voz cascada, que había ensayado desde su premeditada ancianidad—. Estoy preocupada con lo de la crisis y todas esas guerras… ¡No sé qué es lo que me pasa!… No me encuentro nada bien… —y se llevo las manos hacia la boca, mientras se conmiseraba de ella misma, convulsionada en toses secas.

Un sabor agrio me subió a la boca. Contesté que no con la cabeza, la hice un mohín —que intentaba ser gracioso— y me incliné hacia el parabrisas hasta dar con mi pecho en el volante. Contemplé por un segundo el cielo oscurecido; en algunos claros se le veía de un delicado morado semana santa repleto de estrellas. Volví a adoptar una postura más confortable para la conducción y muy ufano la interpelé:

—Cariño, no me estropees la escapada del fin de semana. Al final nunca pasa nada. Este planeta lleva dando vueltas milenios y milenios con las mismas gaitas, generación tras generación.

Temía por mí, por el futuro de nuestros hijos, por los cimientos de su familia, por la interminable recesión económica y por —tal vez llegado el caso— no poder abonar, religiosamente como hasta ahora, los últimos plazos del automóvil. Yo también me sentía ridículo, como una marioneta de papel dentro de una estúpida hoguera. Pero quería tranquilizarla y sabía que, al expresar lo contrario de lo que sentía, todo iría bien. La experiencia me había enseñado muchas cosas y entre ellas que mis mentiras me procuraban más paz con las mujeres que cuando les decía la verdad.

El agua pardusca que había removido los fondos oscurecía el mar y las olas al chocar contra la corriente disminuían su violencia. La luz llegaba por encima del agua amarillenta y las crestas de las olas, batidas por el viento, azotaban la vieja carretera del puerto. A nuestro paso se hizo una gran sábana de agua lodosa que se deslizó entre las ruedas de mi automóvil cayendo con estrépito sobre el capó y el parabrisas. Accioné el limpiaparabrisas automático que comenzó a moverse sincrónicamente aburrido como en una letanía, extendiendo la capa de lodo sobre el vidrio. Nos detuvimos frente a las tabernas del malecón semiocultas entre las trampas de mariscos y las redes y busqué un lugar en donde divisar las estrellas bajo el brusco sonido del oleaje y la terrible oscuridad del Cantábrico.

Desde el mirador, el viejo pueblo de Tazones aparecía sucio y aún más derrumbado. Oprimí a mi mujer entre mis brazos y contemplé inconsolable a mi auto cubierto de barro y detenido al lado de algunos botes zozobrantes, que habían sido arrastrados hasta allí por el fuerte temporal. En el mirador del puertecillo, se olía a pescado en descomposición y a asturianos… ¿Qué estarían oliendo en ese preciso instante, aquellos hombres y mujeres armados, muertos de miedo, en aquel lejano desierto?… Cayó una gota que me resbaló por la nariz y otra. La lluvia casi inevitable, con su pegajosa humedad, volvía a hacer su aparición…

—Cariño ¿tienes hambre?, aún no hemos cenado.

Ella dijo que sí, pero estaba seguro que no tenía ninguna. En su cara esforzada y triste imaginé que pensaba en nuestros hijos. Pese a todo, salimos corriendo de allí huyendo de nuestros pensamientos y de la estúpida lluvia del norte, entre risas. Nos cobijamos en una húmeda taberna desnuda, donde tras chapotear entre los charcos de sidra derramada, y ahora envueltos en el aserrín por todo el suelo, nos apostamos sobre una desconchada barra de cinc, en donde nos ofrecieron unos sabrosos mejillones moribundos en una salsa espesa y blancuzca. En aquella tasca de puerto hacía tanto frío que podía verse el vapor de la respiración: en la mesa del rincón había un anciano, jugando al solitario, levantó lentamente la cabeza de sus cartas y nos miró un instante.

Cogí a mi mujer fuertemente por la cintura, mientras con la mano libre oprimí su barbilla justo hasta dejarla en frente de la mía. Observé por un segundo sus ojos y su conocida expresión de asombro y ternura. Ella no había prestado atención más qué a los mejillones, y aún tenía uno entre sus dedos cuando uní mis labios secos y agrietados por la salada brisa marina. La besé durante minutos como sí en ello me fuera la vida y, cuando al separar nuestros labios, vi en sus pupilas la pregunta. Di media vuelta y salí al fresco del viento y a las olas para limpiar el barro del parabrisas.

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