El mar proceloso es la superficie terrestre aparentemente más variable. Sin embargo la ciencia nos confirma que es la más estable del planeta. Una determinada población paulatinamente parece ocultarse, con el paso del tiempo, en otro espacio humano totalmente distinto. Al menos en el continuo relevo de generaciones es inevitablemente una sensación de pérdida, que en el fondo siempre resulta ficticia. Sin embargo algo ahí en este mundo digital que me hace estar en guardia permanente. No me fío, y me tranquilizo revolcándome en la barbarie vivida.
La eutanasia era activa y consentida. “Las vacas verdes”, leche con peppermint, los “Lubumbas”, coñac con cacaolat, las granadinas con Cointreau de las señoritas, bocatas de chorizo de pamplona con margarina, la cerveza con ginebra de los reclutas del servicio militar obligatorio, las palomitas anís con agua, los sol y sombra: coñac veterano con anís del mono. Torrijas de vino con Quina Santa Catalina, los machaquito, talegos de chocolate y Medios de Larios, “el cinturón rojo” del sur de Madrid, grises, lecheras, huelgas y asambleas, los chicles negros Cosmos y caramelos de menta saci, los celebritos de baileys con coca cola y los submarinos, el vino de Navalcarnero, mantequilla de colores y polvos de bicarbonato. Morían personas oliendo a maderas de oriente o varón dandy, diariamente dentro de la ley, fuera de la estadística y el conejo al ajillo a veces tenía huesos de gato que se atragantaban en los gaznates de los aguerridos comensales, con las camisas Ike (con tres largos de ancho por talla) arremangadas sobre la baquelita de la mesa del bar del interbloque del barrio.
Eran un puñado de familias, ellas con permanente y bata de guatine, ellos con gruesas patillas y mono de trabajo azul. Todo desprendía un olor acre impreciso, sobre su numerosa prole de chiquillos, que convirtieron al pueblo de la carretera de Toledo a Madrid en una ciudad dormitorio. Entre calles embarradas sin asfaltar, bloques con piso piloto sin rematar, descampados y paradas de renqueantes autobuses adeva y gallinas rurales criando en las terrazas de las viviendas con bidet. De discotecas: la Padrinos, en un sótano que en lo más caliente de la música disco, caían del techo, las gotas del vapor al ritmo de “Boney M”, condensado de tanta juventud desenfrenada; la Jimena, el Loveli, la Piscis y la Centauro en donde se podía bailar a Frank Zappa, hasta la psicodelia más total, después que un señor de pronunciadas entradas y barbado –ex policía– con un guante negro, ocultando su mano izquierda amputada, te permitía bajar las escaleras. La fragancia del ambientador anti humos, dulzona, se acentuaba con el grito de Janis Joplin, hasta la llegada al sótano lucido y oscuro.
En Palacios, la parroquia de San Eugenio, la cafetería Pereira y el bar Teo frente a los billares recreativos en donde ahora esta los frutos secos Sol de Castilla. En la del Ayuntamiento con ruedas de carros, la vieja farmacia y el bar Plaza. Cafeterías: la Lido, el Jartum y el Mesón del Arriero. Las patatas bravas del bar del Norte. Chatarrerías, arreglos rápidos de zapatos y paraguas, mercerías. La fábrica de harinas y hielo, vaquerías y huertos. Industrias C.A.S.A, Kelvinator, Siemens y Simago. Ventorros La Perla y La flor, centenarios rosales y sardinas asadas. Cines: el Cervera, el Avenida y el Gordo. Y piscina: La Costa de Vigo, los cuarenta principales sonando por los altavoces, oliendo a toalla mojada –un cuerpo adolescente, seminuevo a estrenar– sobre el solado rugoso y caliente, helados Camy y cloro.
Aquel Getafe que ya solo existe en la nebulosa de los recuerdos de cada vez menos y más desmemoriados. Tan peculiar como normalizado, tan sórdido como secretamente deseado, tan próximo como lejano. Ahora son otros los mismos, creando un mundo, en el mismo espacio, con nuevos retos y nomenclaturas e inéditas metas…, el de siempre, vamos…