OPINIÓN

Cap de Creus

♦ Cuando sobrepasas el Pení y tras la enésima curva visualizas la piedra del Cucurucuc, en la bahía. Sabes que estás en tu sitio. Que has llegado. La luz de un noviembre radiante da toda la gama de azules al animal que respira junto a las casas blancas con ventanas de madera añil rodeadas de buganvillas rojas y violetas. El tiempo se pliega a tus deseos. Y los amigos aparecen de forma natural, cuando estás comprando un arroz de la Garrocha en la tienda. En el bar la Boia, milagrosamente recuperado, te reconocen y lees el periódico frente a las olas, como ayer, tras años de ausencia.

Descubres un restaurante nuevo, ‘El Compartir’, con gente joven que salió de las cocinas del ‘Bulli’, pero no tan caro y con una comanda estupenda. Total, que te asientas en Cadaqués como pez en el agua. Ya solo queda caminar por el paisaje. “Vámonos andando al Faro, por el camino viejo”.

La andadita es de nota, no menos de dieciséis kilómetros suman la ida y la vuelta. Pero el camino y la costa merecen la pena repetirlo siempre. Hay que subirse a la cota más alta del pueblo, la iglesia de Sant Baldiri, y luego bajar hasta Port Lligat, continuar hasta la Playa Gran S` Alqueria y por el interior avanzar hasta donde sale la carretera a Cap de Creus –donde hay unos contenedores–, justo a la derecha sale una senda de no más de un metro de ancho con un lecho de piedras sueltas, donde comienza el camino: desde ahí, seis kilómetros de subidas y bajadas, junto a una de las costas más bonitas del planeta.

Los primeros kilómetros son entre bancales de olivos y acebuches, sobre la Cala Jonquet y la Badia de Guillola. Las señoras, con sombreros de paja, se sientan en el suelo y recogen de una a una las diminutas aceitunas y las meten en un bote de plástico blanco. Más allá se levantan unas pequeñas hogueras que desprenden sinuosas columnas de un oloroso humo de un gris perla. Quemando las ramas caídas en la faena. Sobre el mar, más adelante se dibuja la silueta de unos hombres, con los ciclomotores apoyados en las paredes de pizarra seca, vareando los viejos árboles, y la lluvia del fruto de arbequina que cae sobre unas redes extendidas sobre la tierra.

Más adelante, según te acercas al faro, predomina un capricho geológico de todos los colores, que es el último contrafuerte de los Pirineos, donde se supone que estuvo el templo de Venus y donde, periódicamente, se reúnen las brujas de toda Europa. Abundan los romeros, algún pino retorcido, enebros. Rodeados por los esquistos, las cuarcitas y las pizarras. Entre impresionantes acantilados y calas escondidas, de un azul transparente.

Subiendo la cuesta del faro, distinguimos lo que nos pareció un perro canela y resultó ser un gato viajero e independiente, que nos acompañó hasta el restaurante que regenta un señor Indio, junto a tres o cuatro señoritas, más o menos alternativas, a las que les molesta que acuda demasiada clientela. Fuera había un grupito de mochileros que parecían teletransportados de una comuna hippie de los años setenta; estaban comiendo un arroz caldoso de la misma olla y nos dijeron que después iban a dar un concierto. Le dieron algo de comer a nuestro amigo el gato, que se quedó muy contento, con sus nuevos amos.

En el restaurante tienen un acuerdo con un par de embarcaciones de pesca de la zona. Y te muestran sobre grandes bandejas, los pescados frescos, que se preparan todos igual: al horno sobre un lecho de patatas panaderas y cebolla. Nosotros elegimos un buen besugo para los dos. Teníamos hambre y no dejamos más que las espinas mondadas.

Al salir, nuestro amigo el gato nos siguió casi todo el camino de vuelta, entre las piernas o avanzando rápidamente, para después esperarnos plácidamente tumbado. Fuimos a buen paso, porque el sol se perdía detrás de la montaña. Ya anochecido, dejamos el viejo camino y comenzamos por el asfalto. Nos maulló, se dejo acariciar y se dio la vuelta. Lo vi alejarse lentamente, sin mirar atrás. Parecía feliz y tranquilo, como todos los gatos.

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