Al fin compramos la casa. En realidad, jamás se nos había ocurrido hacernos con otra. Esta casa no fue nunca deseada. Simplemente un día nos hicimos con una gran banca. Una antigüedad ¡Preciosa! Y lo cierto era que no teníamos donde ponerla, la arrinconamos en una esquina del salón de nuestro apartamento, y desde entonces para ir al servicio, la bordeábamos y nos lastimábamos las pantorrillas con sus crudas aristas de roble centenario. Eso fue todo. En unas vacaciones inolvidables recorrimos el Ampurdan y en La Bisbal nos hicimos con varias piezas de cerámica, de considerable tamaño, decididamente baratas.
Artesanales y de una vistosidad atractiva y a la vez original, vamos lo que se dice una ganga. Allí comenzó nuestra colección de cerámica y artesanía, y desde entonces no pudimos hacer un viaje sin obtener alguna bonita muestra de la zona que visitáramos. Con el tiempo, mi mujer heredó de su abuela materna un espejo familiar, casi opaco y decididamente misterioso, de un gran valor sentimental. Una máquina Singer ¡Una joya! Y varios aperos de labranza en excelente estado de conservación, antiquísimos, lindos de veras. Una trilla que ni pintada para construir con ella otra mesa soberbia y tres ruedas de molino ideales para adornar cualquier jardín con buen gusto.
Mi mujer y yo estábamos absolutamente enamorados, y ni siquiera había un resquicio en nuestra hinchada felicidad como para que nos cupiera la más ligera duda sobre la prioridad de rodearnos de objetos acariciables. La belleza nos debía rodear. Eso era lo natural. Algunas amistades —¿envidiosas?— ya comenzaban a recriminarnos sobre unos gastos tan crecidos para nuestras economías y sobre dónde podríamos amontonar toda esa montaña de entrañables cachivaches. Pero para nosotros, ya lo dije, obtener piezas intrínsecamente bellas resultaba totalmente dentro de la normalidad.
Estábamos enamorados, y no había más que hablar. La tarde en que los del anticuario subieron las escaleras hasta el cuarto sin ascensor de nuestro pisito y depositaron como pudieron el bargueño, la cama de hierro —no la pudieron montar—, una cantarera deliciosa, la tinajilla y varios almudes —aquel lote era una oportunidad—, abrimos ambos los ojos sin tan siquiera intercambiar una mirada. Había que trasladarse. Comprar una gran casa con jardín; las ruedas de molino no las podíamos olvidar.
Va para tres años que vivo en la casa nueva. Mi esposa me abandonó hace unos meses. Se fue con el propietario de una almoneda de la bonita villa segoviana de Turegano. No la culpo, aquel mengano tenía una colección de bargueños italianos y una capacidad de atesorar curiosidades sencillamente envidiable.
Las deudas me atosigan, los acreedores me agobian; pretenden desahuciarme. Sí, tal vez, todo esto sea una locura. Y esté por encima de mis posibilidades. ¿Quién sabe? Mejor será no preocuparse. Estoy aquí, muy tranquilo, escuchando la radio —un modelo años veinte, muy lindo— y jugando con un arma entre las manos, una antigualla realmente, pero en perfecto estado. Esperando a que llamen a la puerta la autoridad y los del juzgado. Me gusta y a la vez me entristece un tanto todo lo que voy escuchando. De todo eso que se habla en los tediosos programas radiofónicos en las tardes de los domingos; sobre los accesos de los minusválidos a los edificios públicos, de viejas películas recordadas en entrevistas a sus decrépitos actores, aún mas olvidados. O de las rutas astronómicas del bajo Aragón, enclavadas en pueblecitos de cierto tipismo… Y de lo lamentables que resultan las tardes de los domingos, cuando estás rodeado de infinidad de cosas bellas y te encuentras solo. Absolutamente solo. Aplastado por mil estafermos, a los que no tienes más remedio que atender…
Acaban de llamar al timbre, sin utilizar la aldaba. Es una provocación para un tipo que tiene, entre sus manos, una pistola Luger parabellun diseñada en 1893. «Me lo tenía prometido… si no llaman con la aldaba de bronce del siglo XVIII activo el detonador del explosivo». La belleza infestada de termitas y mohos, fuera de su verdadero ámbito desaparecerá y este arma será un hierro retorcido con todas sus balas sin fulminar… Todo lo que a uno lo posee, desaparece con él.
Riiing… ríing…
Como están empeorando los programas de radio en las tardes de los domingos. Siempre es, este invierno, el más frío y la cepa de la gripe menos conocida.
Riiing… ríing…
Tengo el interruptor para la detonación, sujeto en la mano izquierda y depositado en su caja de buena madera, la pistola, sobre su oxidado blanco y añoso trapo nazi. Ligeramente aceitada con residuos con los que me huelo los dedos de mi mano derecha. Se acabaron los cuernos y las ruedas de molino…
Tóc..toc.. tóc.
—Un momento, señores ahora mismo les atiendo…