En varias ocasiones me lo ha comentado mi filólogo de cabecera, que tiene más mala leche que una navaja de cachas nacaradas y no es Francisco Rico, sino otro con mucho más pelo; mi amigo Mariano. Me dice siempre que el Lazarillo de Tormes deberíamos leerlo comenzando por el final. Para saber desde el principio que el que narra es un corrupto del erario público y un cornudo consentido.
Pues es pregonero de Toledo, a las ordenes del Arcipreste que le dio por esposa a su amante para cubrir las apariencias y que Lázaro, cegado por mantener la vida buena que llevaba, decide no creer en las habladurías y creer en ellas, como fiel precursor de la moda actual por el neologismo de la posverdad, que describe la distorsión deliberada de una realidad con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales, en la que los hechos objetivos no te deben estropear una beneficiosa mentira o alguna buena estafa.
Según parece vivimos en una sociedad con unos niveles de confianza muy bajos. Más del 71% de la población global no confía en sus instituciones y el 63% de la población mundial no es capaz de distinguir entre noticias verídicas y rumores.
Nos intentan convencer de que la noción clásica de verdad, ha quedado obsoleta y que en su caída ha arrastrado a la que suele ser considerada su ineludible pareja: la mentira, que habría dejado de ser tan condenable, al ser relativizada ella también. Como todo se está transformando —nos dicen—tenemos la absoluta imposibilidad de ponernos de acuerdo sobre qué es verdadero y qué no lo es, qué es información y qué es mera opinión.
Nos aturden con sus falacias y, una vez más, nos quieren engañar. Una falacia que se basa en una confusión, la de pensar que objetivamente la pareja de la verdad es la mentira, cuando en realidad ese lugar lo ocupa la falsedad. Lo diga César o su porquero, con medias verdades o medias mentiras, se siga una hoja de ruta u otra y atravesando o no las líneas rojas, no cambia para nada una falsedad.
Lo que ha sucedido es real y cierto. Lo que se pretende que haya sucedido o está sucediendo, aún está pendiente de una confirmación. No es una realidad y es intrínsecamente falso. Las borregas que salen por las que entran, no hay daños colaterales; lo que hay son muertos. Esto son uvas contadas, que nos diría el ciego. Y así volvemos al Lazarillo, no hay nada nuevo, ni tan siquiera la tan cacareada posverdad. La clásica y rabiosa, tecnológica y globalizada picaresca. ¡Qué fatalidad!
“Acordó de hacer un banquete, así por no poderlo llevar como por contentarme: que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:
-Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos deste racimo de uvas y que hayas de él tanta parte como yo. Partirlo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva.
Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.
Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura no me contenté ir a la par con él; más aún pasaba adelante: dos a dos y tres a tres y como podía las comía. Acabado el racimo, sostuvo un poco el escobajo en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:
-Lázaro: engañado me has. Juraré yo a Dios que has comido las uvas de tres a tres.
-No comí -dije yo-; más, ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste de tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.”