OPINIÓN

El Nilo

 

♦ Este es un viaje más en el tiempo que en el espacio. Hace muchos años que lo recorrí. Siento el río Nilo y pienso en él al menos una vez por semana. Los cauces de agua que misteriosamente desembocan en el mar, allí arriba según los mapas. Son la mejor metáfora natural para la filosofía humana. Aquel crucero que contraté por el ‘Círculo de Lectores’ a buen precio. Fue mi primer y último contacto con África: una experiencia que, inocentemente turística, configuró otra perspectiva a mi ansiedad por la belleza y el equilibrio. Me encontraba allí para contemplar grandes ingenierías de antiguas civilizaciones y monumentales proezas humanas pero, y pese a disfrutar de todo eso tanto tiempo deseado, sucumbí ante lo más sencillo.

Subía hasta lo más alto y me situaba en la proa con mis prismáticos. Las orillas del Nilo son uno de los espacios más humanizados del planeta. Mi máscara de turista se fue al garete. Muy pronto me encontré con una realidad -que pensaba utópica racionalmente- funcionando pese a todo, alegremente dentro de sus circunstancias medioambientales, con total naturalidad: Los niños jugando al fútbol en sus orillas, bañándose y, de paso, limpiando las vituallas de la comida, los niños pescando a mano…, los niños jugando. Las garzas y los pájaros más raros comían del río y las gentes, igual: las pequeñas barcas con red, otras con anzuelo y otros dando palos al agua con juncos de cuatro metros para después tirase al río y recoger la cosecha. Los mínimos islotes en donde se recolectaba yo no sé el qué, pero fui testigo de que algo recogían. Las señoras fregando en la orilla, las mujeres riéndose mientras colocaban sobre sus cabezas anchas paelleras, tampoco no sé de qué maravillosa ciencia dotadas.

Los huertos más frugales que he visto estaban en sus márgenes, escoltados por pequeños burros escuálidos y felices. Desde el barco aún se escuchaban las risas y se olfateaba el sudor del trabajo a mano. Caía la noche y tan solo se divisaban las luces de las pequeñas torres de las mezquitas y su último canto musulmán, el río se bifurcaba a veces en dos ramales y los pueblecitos se perdían como el canto del almuhecin.

Recuerdo levantarme a las tres de la noche para empotrarme en la caravana que desde Asuán debía de llegar a Abu-Simbel. Una fila de unos cincuenta vehículos escoltados por el ejército, unos señores aborígenes un tanto famélicos, con Kalashnikov sin munición, a medio vestir, pero que mandaban mucho. Otra ridícula ficción que superaba a la realidad. Recuerdo absurdos controles militares al amanecer en medio del desierto, sorteando una desvencijada garita, con unos palets ardiendo, hechos fogata, para dos tristes siluetas que levantaban una barrera que, en realidad, era una vara con dos tablas.

En el lago Nasser se pusieron mallas metálicas para impedir que los cocodrilos del Nilo que se engendran en las tierras Nubias del África central, cuando crecieran, no asustasen a los dineros del turismo y la fiesta de la chilaba. (La presa de Asuán nos dio el templo de Debod, ubicado al lado de la plaza de España en Madrid. Fue el germen de lo que luego desencadenaría los “Patrimonios de la Humanidad”). Los pobres saurios aún no son conscientes y chocan contra las rejas cuando nadan a favor de la corriente: jamás llegarán al muro de hormigón absurdo de la Represa de Asuán, muro que luego, encima, muestran a los turistas como una muestra de ingeniería, muy de sacar pecho. Son como los niños que nacen, crecen y envejecen en El Cairo, en un inmenso cementerio, durmiendo y comiendo en sucios panteones mortuorios musulmanes que temporalmente abandonan cuando la familia de los fallecidos deciden honrar a sus muertos, para luego volver a recuperar su espacio cotidiano, único hogar por ellos conocido. Llegué a pasear por sus calles apenas dos cuadras: las miradas de los indignados, en su gueto, pronto me echaron para atrás; nadie me dijo nada, pero me hicieron saber, con mucha dignidad, que yo no pintaba “una mierda” allí…

¿Cómo explicarles a esos niños que viven en las tumbas, y a los pequeños cocodrilos enjaulados, que unos kilómetros más abajo de la ‘Ciudad de los Muertos’ de El Cairo, o más arriba, pasados los últimos arrabales de Asuán viven en una estrecha franja verde, entre el río y el desierto, animales y gentes que deambulan pobres pero libremente? ¿Cómo explicarles que hay un Nilo de risas y huertos, de pequeñas embarcaciones y borriquillos, con unos pequeños poblados casi autosuficientes, que tras realizar sus tareas juegan en la orilla y se dan un chapuzón, mirando de reojo a los esperpénticos ‘cruceros’, uno tras otro, al cual más estrafalario, con sus blanquecinos y gordos turistas, repitiendo sus inútiles fotografías.

Que no miran, ni ven.

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