OPINIÓN

El Rastro de Viena

 

 

♦ La primera vez que uno visita una ciudad es como abrir las páginas de un libro que llevas tiempo deseando leer, y te acercas el objeto para oler su tinta en el papel, mezclada con el engrudo que pega los pliegos. Había leído sobre el lujo de sus palacios y del vasto Imperio Austrohúngaro que Berlanga y Azcona  ponían siempre en el guion de sus películas. Tenía referencias de la huella que por allí dejo la segunda guerra mundial, de que la estancia no sería barata, de sus salchichas y de Goethe, de sus carrozas con dodotis para las caballerías y de Mozart. Y lo que más me interesaba  en aquel momento era justamente lo  que entonces estaba leyendo. Sobre la conquista de Europa por el Imperio Otomano después de la guerra de los treinta años. Su avance por los países balcánicos hasta llegar a la llanura húngara y, por fin, cercar la mismísima Viena. Dentro de sus murallas había, según parece, no pocos mercenarios españoles a sueldo en el ejército de la cristiandad contra el Turco.

Cuando vi el Danubio  por primera vez no me impresionó como esperaba. Bien es cierto que venía de disfrutar del sinuoso Moldava cuyos preciosos puentes, a modo de broches femeninos, visten y atraviesan la belleza de Praga. Y que llevábamos casi seis horas de autobús, atravesando unas suaves llanuras verdes y amarillas salpicadas de pueblecitos limpios y serenos. Al llegar a la gran ciudad (que yo en mi lectura en el asiento de la ventanilla, a fuerza de cambiar las posturas de mi dolorido trasero me la imaginaba aún rodeada por las tropas de jenízaros) encontré al río del vals, de primero de año, encajonado entre altos edificios de cristal y hormigón, bordeado por perfectas aceras con calles recién alquitranadas y un Starbucks en cada esquina.

Recoger todos los bultos, comprar la tarjetita de tres días para todos los transportes públicos, buscar la entrada de metro más cercana y, finalmente,  encontrar la escondida callejuela en donde alquilamos por internet un minúsculo apartamento. No fue lo peor, porque cuando al fin llegamos a la puerta del edificio, a la hora que teníamos pactada, la señora Ucraniana que nos debía recibir y entregar las llaves no estaba ni se ponía al teléfono. Llego después de varias horas de inquietante espera, bajo un insistente chirimiri, se disculpo en varios idiomas ininteligibles, nos abrió la puerta de nuestro apartamento, dejo las llaves sobre una mesa y no la volví a ver nunca más. Al fin estábamos en Viena…

Aquello era, decididamente, muy mejorable. Y así fue: museos, bibliotecas, cafés, paseos por casco antiguo y parques, palacios y jardines… Gracias a una amiga serbia que vive y estudia allí desde hace años disfrutamos de lo mejor. Hasta pudimos entrar en el “backstage” del edificio de la Opera. Tengo fotos, que por supuesto no voy a mostrar; de un cuarto lleno de pelucas, armarios de atrezo repletos de espadas y alabardas. Y tengo, nítido en la memoria, un vistazo fugaz a una sala con espejos y un piano al fondo en donde una docena de jóvenes ensayaban dando saltos a compás… Nuestra amiga nos dijo que el sábado no podía continuar de ‘cicerone’ porque tenía muy acendrado el vicio de trabajar para comer. Y nos dijo, bueno mañana podéis ir a vuestro aire y visitar el “Mercado de las Pulgas”. El “Flohmarkt” en alemán.

A la mañana siguiente nos dirigimos al metro. Había que llegar hasta  Kettenbrückengasse, en la línea U4. Yo no tenía ni la menor idea de lo que me esperaba al terminar de subir esas escaleras. El Naschmarkt (“Mercado de las golosinas” con esta acepción) es el mercado callejero más conocido de Viena; lleva celebrándose desde el siglo XVI, cuando se vendían principalmente botellas de leche. Desde 1793 lo normal era que las frutas y vegetales que llegaban a la ciudad en carro se vendieran en el Naschmarkt, mientras que las que llegaban en barco se vendían en otros puntos de la ciudad.

Allí hay cientos y cientos, miles, de vendedores y particulares que ofrecen sus propios enseres de segunda mano; en él se pueden encontrar coloridos puestos de flores, carne, pan y todo tipo de alimentos, ropa de segunda mano, lámparas antiguas, vinilos, libros, bolsos, cuadros, fotografías de un color sepia, habitadas por bigotes y cofias fantasma, relojes, sofás, joyas, medallas  de guerra, gramófonos o gafas de sol. En aquel oasis gigantesco, un mediterráneo medio, con buenas dotes para el regateo, rodeado de austriacos que poco o nada, saben de esta ciencia, uno se puede sentir perdido en el paraíso.

Una vez cargados con el botín de antigüedades, cachivaches y cristal de Bohemia, con un regateo fácil y por unos precios que ni en el del bazar de Estambul, nos desplazamos hacia un extremo empujados por la multitud. El olor de las especias anticipaba las primeras muestras de aceitunas de Kalamata y otras rellenas de queso, tés y delicias de colores en cuadraditos. Aquello estaba repleto de pequeños tenderetes y restaurantes turcos. Nos comimos un Kebab buenísimo, sentados en unas sillas con mesita, respirando incienso, rodeados de austriacos que, displicentes, abonaban sus copiosas cuentas y daban sus euros a los sonrientes turcos. No me había equivocado, la batalla y el cerco a Viena por el Imperio Otomano continúa y algunos privilegiados, mercenarios españoles, lo seguimos contemplando.

 

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