Los bebés no entienden las palabras, pero saben jugar con ellas. Contemplan el rostro de la madre mientras se nutren de su cálido pecho y escuchan su entonación. Para ellos las palabras despojadas de su significado son una canción que les hace gracia lo mismo que el pendiente en el lóbulo de la oreja materna que les hace reír cuando con sus deditos los llegan a alcanzar. Para ellos todo es misterioso y divertido. No tienen miedo tan solo un deseo irrefrenable hacia el juego y una capacidad de darse y amar. Son como ese ‘argonauta’ que no se quiso tapar con cera los oídos, no son tan prudentes como Ulises, los niños no se dejan atar a ningún mástil del navío y desean escuchar disfrutando el canto de las sirenas, en completa libertad.
Pónganme a un filósofo escudriñando entre los párrafos de la Crítica de la razón práctica de Immanuel Kant, a un cirujano extirpando un corazón lesionado y a un niño jugando a las chapas. El rostro más reconcentrado, severo y solvente, será sin duda el del infante y es que no hay nada más bello ni más serio que un niño mientras juega.
Todos al crecer nos convertimos en exilados de la infancia, es una calamidad. Pero como en el interior del cascabel nos queda lo que resuena, de aquella experiencia intensa de nuestras vidas y guardamos, más o menos, su tesoro misterioso y esencial. Su mejor guardián sin lugar a dudas es el juego. Nuestra capacidad para entregarnos y reírnos de nuestra ridícula seriedad, ante las obligaciones que como adultos viviendo en sociedad, no podemos ni debemos dejar de afrontar.
Pero de ser responsables y decentes a dinamitar todos los puentes que nos llevan a la isla de “Nunca Jamás”, hay mucho trecho. Es una temeridad que presencio frecuentemente a mí alrededor y que me proporciona un desasosiego infinito. Cada año que pasa, más claro me queda, la necesidad de vacunarme, a menudo, de la necedad de sentirme terriblemente importante o desgraciado, necesario o incomprendido. Huir de los círculos endogámicos y las expectativas especuladoras… Por favor, que dentera, ir de “la insoportable levedad del ser” por la vida ¡que fatiga¡ Cuando un adulto pierde los últimos restos de la fascinación por el juego que tubo de niño, se convierte en un desgraciado y una mala persona. Puede llegar a ser notario o Presidente de un club de fútbol, pero mejor apartarle con un palo de nuestro lado, es mi recomendación.
El Dragón Regaliz está perdidamente enamorado de la Princesa Peladilla, juegan en el interior de su cueva y se ríen del caballero Pelón de Ardilla y sus bélicos argumentos. La Bella adolescente, baila con la vieja Bestia y parece que el milagro puede ocurrir. El monstruo milenario de las profundidades marinas que se queda prendado por la silueta de una mujer joven y desnuda nadando en la superficie. King Kong raptando, con toda la ternura de sus manos, al delicado tesoro para llevársela a su isla Calavera. Frankenstein el monstruo recién creado encuentra por vez primera un gesto de calidez humana a través del juego junto al agua con la niña.
Podemos lucir canas y ser gente digna sensata y formal pero no debemos descuidar ese jardín de la confianza y la imaginación. Regar a menudo el brillo de nuestras pupilas y mostrar orgullosos los surcos en el rostro de nuestras risas y el continuo descubrimiento del asombro por la vida. Y sobretodo poner pies en polvorosa cuando veamos que se acerca el tostón, de una circunspecta persona “mayor”. Toda esa caterva de tristes, el Rey Herodes “el grande” enganchado a la matanza de los inocentes, las tecnológicas series de dibujos animados asiáticas o el Flautista de Hamelín, un melómano que disfruta haciendo desaparecer a los niños que fuimos y que aún se refugian, suaves y tibios, debajo de nuestras arrugas.
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños juegan en el jardín de un gran castillo deshabitado. Se revuelcan por la hierba, se esconden tras los arbustos repletos de flores y trepan a los árboles que cobijan a muchos pájaros cantores. Son felices.
Hasta que oyen la voz atronadora del gigante egoísta:
¿Qué hacéis jugando en mi jardín?
Pues jugar a vivir, tío tonto… jugar a vivir.