Lo peor de todo es que tuve que pagar la cena y eso me trajo consecuencias económicas. Ya me lo dijo mi buen amigo don Silvestre: Vote usted lo que tenga que votar, pero nunca invite a políticos a cenar
Julián Puerto Rodríguez
Don Silverio.- Con todo esto me vino, Nicasio, a la memoria el grato recuerdo de aquella noche en que preparé una cena política en mi propia casa.
Nicasio.- ¡Qué me cuenta! Su familia de usted lo pasaría fatal sólo de pensar que acudirían a su casa ilustres personajes. Se sentirían desorientados, ruborizados.
Don Silverio.- Sorprendió un poco, sí, pero mi propia suegra se las ingenió para asegurar, a cada uno de ellos, que asistirían los restantes.
Nicasio.- Jajajaja, imposible negarse con tan ingenioso método.
Don Silverio.- A las ocho del día elegido sonaron las campanillas de la puerta de entrada y abrió mi mujer.
Nicasio.- Cuente, cuente usted, ¿quién era?
Don Silverio.- El Presidente.
Nicasio.- ¿El Presidente?
Don Silverio.- El mismo que viste y calza. Mi mujer lo dejó plantado en el quicio de la puerta y volvió a la sala comedor gritando: ¡el Presidente, el Presidente!.
Nicasio.- Pobrecilla ¡qué susto!.
Don Silverio.- La verdad es que ese señor me fue muy simpático. Un caballero entrado en años, bien portado, de rostro bondadoso, exquisita cortesía, despistado y extraordinariamente socarrón.
Nicasio.- Yo creo que le falta una vuelta.
Don Silverio.- Beso a usted su mano, señor Presidente –le dije- Servidor de usted – me contestó amablemente- ¿Es usted don Silverio? Si señor, pero tomé usted asiento –invité- y comenzamos a charlar.
Presidente.- Yo soy partidario de que todos los hombres sean honrados.
Don Silverio.- Esa es nuestra mayor preocupación.
Nicasio.- Cada uno se rasca donde le pica. Estoy como sobre-cogido.
Presidente.- Sobre todo la moralidad de la magistratura.
Don Silverio.- Se juzga despacio pero con respeto a una Ley fielmente interpretada, aunque,…, algún día le contaré lo que ocurrió en Villaruín con el juez Licurgo Redondo.
Presidente.- Y la de los empleados.
Don Silverio.- Ahí duele, pero es muy importante la honradez de los políticos porque gobiernan, la de los caciques porque mandan y la de los capitalistas porque tienen el poder real.
Presidente.- Haré la revolución.
Don Silverio.- ¿Pará qué?
Presidente.- Para implantar mi sistema.
Don Silverio.- ¿Cuál?
Presidente.- Mucha economía, mucho control, mucho recorte y mucha moralidad.
Nicasio.- Eso le dijo. ¿Para eso hace falta una revolución?
Don Silverio.- Lo mismo pensé yo. Fue al llegar a este punto cuando volvieron a sonar las campanillas de la puerta.
Nicasio.- ¿Quién era?
Don Silverio.- Un caballero de buena estatura, muy bien vestido, con cierto aspecto de joven encanecido. Nunca había visto una figura tan atractiva. Una cariñosa mirada sobre una amable sonrisa. Su rostro reflejaba el convencimiento de una superioridad adquirida por quién no cree posible que nadie se atreva a engañarle o a ofenderle. Imponía respeto aquel hombre cuya vestimenta y cuyos movimientos le daban un aire de aristocracia.
Presidente.- ¿Ya está usted aquí?
Caballero.- Si señor, debería usted sospecharlo. En el control del gobierno está mi cometido.
Presidente.- Sepa usted, de entrada, que no he venido a hacer la revolución.
Caballero.- Pues la haré yo.
Don Silverio.- Yo pido que se traten con el respeto que se merecen.
Nicasio.- Peor que los perros de Torrejoncillo.
Don Silverio.- Allí se quedaron discutiendo acaloradamente, mientras mi familia, reunida en la cocina, temblaba por las graves consecuencias que podría producir aquel encuentro.
Nicasio.- ¿Y luego que pasó?
Don Silverio.- Llegaron dos comensales más y la cena empezó con mucha ceremonia. Todos se miraban a hurtadillas y cruzaban entre sí frases hechas para el caso. Todo ello al tiempo que daban fin a una concha llena de cangrejos y a un arroz con bogavante.
Comensal 1.- ¡Qué gusto le saca usted a esas especies coloradas!
Comensal 2.- La costumbre.
Comensal 1.- ¿Qué costumbre?
Comensal 2.- La de no comerme todos mis principios.
Caballero.- Cómo demuestra, verbigracia, el que éste, que está aquí a su lado, sea Presidente.
Presidente.- De eso nada, yo soy Presidente porque hay mucho hombre y mucha mujer y otros, que me quisieron votar y me votaron. Porque a vosotros quiénes os votan? Os lo digo yo: extremistas, populistas, nacionalistas, radicales, descamisados. Gente sin techo que no tienen donde caerse muertos. No, no, a esos no los quiero. El que no me vote a mí que sepa, lo digo desde la moderación, que está votando a los malos.
Comensal 2.- Sí, sí. La revolución se llama barbarie cuando la comete el pobre y orden cuando la comete el rico. Todo el que me vote está conmigo, todo el que no me vote estará contra mí. ¡Los malos dice!
Presidente.- Podía usted, don Silverio, haber colocado, al lado de la mesa, alguna papelera higiénica, no se que hacer con los servilletitas amarillas. Además, no me sirven para nada, con tanta grasa se corre la tinta.
Comensal 1.- Seguro que tiene la culpa el que está más a la izquierda.
Comensal 2.- No soy yo, no soy yo…. lo juro.
Comensal 1.- De todas formas, estará usted conmigo en que no somos todos iguales y que no es cierto el café con leche en Plaza Mayor.
Presidente.- Hablé usted más despacio, me está poniendo la corbata perdida de zumo de naranja. Usted puede pedir trabajo donde más le plazca, porque yo no puedo asegurarle que lo vaya a encontrar.
Comensal 2.- Si lo busca de calidad, desde luego que no.
Presidente.- Este es el momento en me hago el dormido para no tener que contestar.
Caballero 1.-¿Cuánto queda para que acabe el debate?
Nicasio.- Quince días.
Caballero 1.- ¡Dios! Esto acaba en divorcio. Cuando llegue a casa no me conocerá ni mi mujer, los hijos me llamaran señor y el perro habrá muerto harto de ladrar.
Nicasio.- Lamento decirle que no tiene usted mujer, ni hijos, ni perro que le ladre.
Presidente.- Esto está fuera de madre –dijo nervioso saliendo de detrás del atril y dirigiéndose a una puerta giratoria- Me voy.
Caballero.- Eh! Deje de jugar con esa puerta giratoria, es de todos.
Comensal 2.- Ahora las llaman juguetes, seguro que vienen en sobres de dos cincuenta.
Presidente.- ¡Dios, qué mareo! No sé dónde estaba sentado.
Comensal 2.- Usted siempre a la derecha, colóquese junto al comensal 1.
Presidente.- No me venga con sarcasmos. Cualquier domador tiene más mérito que usted, porque cuando coge un león lo doméstica.
Comensal 2.- ¡Qué bonito! A latigazos.
Caballero.- Peor es que te muerdan.
Presidente.- Si, jajajajaja, lo dice la voz de la experiencia.
Comensal 1.- Yo he tenido que ir a Panamá para que me oigan los españoles.
Presidente.- Se trata de un estado de fatalismo psicológico. Todo lo ven ustedes en negativo.
Comensal 2.- ¡No me diga!
Presidente.- Sin embargo, en estos últimos años, hemos pasado de un país de 4.000 hectáreas a un país de 40.000.000 m2, por un decir.
Caballero.- ¿Y para eso tanta conversación? Mejor no cenar, eso me ahorra bicarbonato.
Comensal 1.- Bicarbonato dice, eso son remedios de la vieja política, en la nueva política se quita la acidez gástrica con omeprazol.
Comensal 2.- O con jugo de patata ecológica.
Caballero.- No sé donde está el pueblo, pero dónde esté estoy yo. Y eso que no sé dónde está, pero lo sé
Comensal 2.- Yo quiero, por ejemplo, no me entienda mal, comer con usted, pero no quiero. Es decir, yo quiero pero mi voluntad no quiere.
Don Silverio.- En ese momento nos dimos cuenta que la escalera y la calle estaban llenas de gente cuyo propósito era exclusivamente saludar a los ilustres invitados.
Comensal 2.- Ruego me perdonen ustedes pero me debo al pueblo y, por consiguiente, me marcho.
Caballero.- Yo sé donde está el pueblo, qué ustedes sean felices. Buenas noches y buena suerte.
Comensal 1.- Presidente, hacen unas cartas y unos cubatas
Don Silverio.- Allí quedaron el Presidente y uno de los comensales, mientras que el Caballero y el otro comensal dicho, bajaron a la calle. Los manifestantes, cuando vieron a estos últimos, aplaudieron al grito de ¡Viva la libertad! mientras que una orquestina tocaba algo parecido al himno de Riego y un improvisado coro cantaba una versión moderna del “Trágala perro”.
Nicasio.- ¿Rojo o azul?, ese sigue siendo el quid de la cuestión y todo lo dicho aquí no son más que palabras.
Don Silverio.- Lo peor de todo es que tuve que pagar la cena y eso me trajo consecuencias económicas. Ya me lo dijo mi buen amigo don Silvestre: Vote usted lo que tenga que votar, pero nunca invite a políticos a cenar.
Versión libre del relato “Los gansos políticos” de Silverio Lanza, incluido en la colección “Cuentos políticos”. Edición: Asociación Amigos de Getafe y Silverio Lanza. Madrid 1981.
Foto 1.- Detalle de un anuncio de 1915.
Foto 2.- De la portada “Toda Clase de Cuentos”. Silverio Lanza. Editorial El Nadir 2012.