Décadas atrás se respiraba distinto. Eran de pueblo o de barrio, todos participaban de la misma cultura popular. Me gustan los pueblos y los barrios tanto como odio las ciudades globalizadas y los centros comerciales. De Misa del Gallo y la fe del carbonero o de cogorza laica, para aliviar con los nuestros lo que se había ‘pasáo’ y lo que nos quedaba por venir. El adviento se convertía en toda una fiesta, se cantaba y bailaba por las calles y en las tabernas, se cenaba pollo. Un cuartillo de anís y otro de coñac, cuatro polvorones y a berrear villancicos con el almirez. Unos terminaban jugando al tute y las siete y media, y otros se comían a besos a escondidas o lloraban sus culpas a los más queridos; todos se quedaban muy a gusto, cada cual a su manera. Tres mandarinas era un buen regalo de Reyes y si en la casa hacía frío, el calor humano y las panderetas caldeaban a las gentes Todos niños y mayores, amigos y vecinos, rejuntaos y familiares. Todos más felices que unas pascuas, con mínimos recursos, pero con una buena dosis de ilusión y ganas de pasarlo bien. Porque solo se podía ir juntos, hacia algo mejor.
Ahora, todos con una terrible sensación interior de soledad, que no sabemos expresar, y con un futuro incierto… Luces horteras con abetos de colores, carritos de bebés conducidos por padres sin carné, escaparates imposibles, mozas con mínimos vestidos de fiesta, tiritando por las aceras. Marisco y gastroenteritis, centros comerciales abarrotados de dulces multicolores y colonias, el anuncio de Freixenet y de la Lotería Nacional, “Que bello es vivir” de Frank Capra y “White Chistmas” de Bing Crosby, resacas y niños maleducados berreando, a rastras tras su abuelo “este será mi último año”… Un tipo siniestro y desconocido, se te acerca mucho a la cara y te suelta: “Feliz Navidad vecino”.
El año nuevo trae la ilusión de un cambio de ciclo, la luz escasea y el clima no ayuda. Rupturas sentimentales, comidas de empresa, eventos familiares; estrés y una asfixiante sensación de tener que estar a la altura de todas estas convenciones. El dinero es el centro de la cuestión. Y no tenerlo. Al gasto de los regalos hay sumarle los de las cenas y cuchipandas variadas que no se acaban nunca. De las bragas y las gambas rojas, hasta el turrón del duro y el pijama de franela. Las bolitas doradas, un antifaz de cartón roto, confeti y el matasuegras.
Todo el mundo tiene la obligación de sentirse feliz y salir a la calle en Nochevieja. Reírse con Bertín Osborne en la televisión y comerse las uvas mirando al reloj de la puerta del Sol, con un tipo que lleva una gruesa capa española y una señora vestida de entretenida. Para asumir estas ansias de mambo y frenesí constante durante más de treinta días, uno debe de prepararse física y mentalmente como para realizar un “Ironman”.
Pero como todos los años, cada vez nos cuesta un poco más, como siempre llegaremos al consenso. Este es un pueblo acobardado, con tendencia a la resignación. Y disfrutaremos de estas entrañables fechas para Cortylandia y los pijamas de franela de Zara. Lloraremos en silencio, a escondidas nuestras ausencias y nos desfogaremos en ruidosas carcajadas, tras descorchar otra botella de sidra el Gaitero. Porque las cosas que se repiten siempre, desde que nos llega la memoria hay que hacerlas, aunque no sepamos muy bien el porqué, y nos vemos en la obligación ficticia de perpetrarlas lo mejor posible.
“Si las ranas supieran hacer bien las cosas, no se romperían el culo dando saltos”… Recuerdo que escuche, no hace mucho en una película de los hermanos Coen.