PARAÍSOS PERDIDOS

Los indios de plástico

Era una enorme piedra de granito panzuda con seis agujeros grandes como manzanas, por los que respiraba una enorme cueva bajo tierra de oscuras galerías, en la esquina del caserón que se encontraba con la esquina de nuestra pequeña casa de adobe. Por ahí en el cerrillo corría bien el viento.

Yo siempre la contemplé como un espacio mágico, sin aún saberlo. Ahora que lo pienso es de lo más normal. El olor del aire húmedo, misterioso y alcohólico que despedían los agujeros en la roca, lo tengo dentro y jamás he sentido un aroma similar. Yo sabía que aquel rincón de la gran piedra de la bodega era un castillo. Y allí trepaban, luchaban y sobrevivían mis soldados romanos verdes, de rodillas con la espada en mano, con los moros de escudo y cimitarra azules, junto a los escuchimizados indios verdes y anaranjados de bonitos caballos a los que se les rompían las patas con demasiada facilidad.

Recuerdo como mi madre me veía jugar, mientras trataba de encender el brasero aventándolo por medio de un trozo de cartón o una manopla de espadaña y removiendo el cisco del carbón con la badila. A veces le ponía un bote de alguna conserva, reciclada en chimenea, abierto en cuatro pestañas con las tenacillas. Y de mi hermana que se metía entre las medias hojas de periódico o cartones para que el calor del brasero no le provocara cabrillas en las piernas. El mejor calor del mundo que puedo recordar es del brasero en una mesa camilla junto a mis padres y hermanos. En aquellos braseros de cisco se secaba la ropa en una alambrada que se ponía por encima y que impedía que se prendiese algo. A veces se le echaba al brasero unas cáscaras de naranja para eliminar los tufos y los malos olores que provocaba la combustión. Y sobre aquellos braseros se debatía todo lo que se tenía que debatir en una familia mientras en la radio ponían un serial o emitían el ‘parte’, o se comía una tortilla de patata con porrón de vino en el centro, tan ricamente.

Recuerdo a mi padre junto a la mesa camilla, con un barreño de latón, funcionando gracias a los gitanos que le ponían lañas cuando venían al pueblo, a medio cubrir de agua girando la llanta de la rueda de la bicicleta de mi hermano Pablo, buscando la burbuja del pinchazo. Había una caja azul (no recuerdo el nombre de la marca), se rascaba la goma con una zona rugosa y agujerada de la caja de lata, se le echaba un pegamento y después se fijaba el parche que se recortaba con tijeras. Se introducía la llanta en la rueda y se le volvía a dar aire con el rácord flexible que se atornillaba a la válvula y después a la bomba de inflar de aluminio, con muelle y su barra de insuflar a base de brazo y juego de codo.

Recuerdo a mi padre, junto a la mesa camilla, reciclando cartuchos del doce. Cambiaba el fulminante, corcho, pólvora, corcho. Maquinita y apretar. Clavos y hierros, corcho. Maquinita y apretar. Cerrar la industria. Y los galgos raspando la puerta metálica de la casa de adobe, inquietos por volver a cazar.

Yo jugaba con los indios de plástico de mi primo Ramón que vivía en Vallecas y que mi tía Matilde, cuando íbamos de visita, me los metía en una bolsa mezclados entre piezas sueltas de rompecabezas de plástico cuadradas de seis caras, cuerdas de peonzas deshilachadas, fichas de los juegos reunidos geyper, brazos de muñecas y cromos de animales del álbum del año pasado mezclados con los de “Vida y Color” que eran mis preferidos porque esos nunca caducaban. “Anda, llévate todo esto al pueblo, que me tiene llenita la terraza de trastos que un día de estos los pisamos y nos vamos a arriñonar”.

A los vaqueros amarillos con el rifle en la mano con el brazo en alto les cortaba con las tenazas el plástico de la base y los podía montar en los caballos blancos de los indios. Yo me ponía de rodillas frente a la gran piedra agujerada, respiraba su aroma lóbrego y comenzaba a jugar a las espaldas de mi madre, envuelta en la nube blanca del humo del carbón, con el trajín del brasero. Una vez se me cayó un jefe indio pintado en varios colores y de tres plumas montado en el mejor caballo negro, con sus cuatro patas intactas. Por el segundo agujero empezando por tu izquierda de arriba de la gran piedra respiradero.

—Mamá se ha ido, se me ha caído hacia el fondo.

Mi madre dejó la badila en el suelo y apartó el improvisado bote chimenea del centro del brasero con mucho cuidado. Y me dijo que le ayudara a abrir la puerta para dejar el brasero dentro de la mesa camilla.

Nunca me preguntó por mis juegos ni yo por su temprana viudedad. Pero, insisto, no hay nada mejor que un buen brasero, juntos. En la medida de lo posible todos juntos…

 

 

 

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