Era un Madrid gris y sucio, de calles desabridas e inhóspitas. Creo que era en la calle Alenza, estaba por cumplir los diecinueve años, y en el barrio de Río Rosas, en Chamberí, olía aún a golpe de estado y a globo deshinchado. La idea era tener algunas pesetas en el bolsillo y ayudar en casa.
Me costó llegar a la dirección del anuncio del periódico; el olor del metro y su laberinto de pasadizos y escaleras me eran totalmente ajenos. Me metí en un portal antiguo con la puerta abierta de la casa de la portera, quien escoba en mano, ojos de oficial de la KGB y lengua viperina, me trasladó huraña hasta el ascensor de madera con cerramiento metálico y doble puerta de biombo, desgastada de un color desvaído y ruidoso. Segunda planta, izquierda. EDICIONES S.L.
El curso acelerado de comercial puerta a puerta consistía, traspasado el recibidor y dos cuartos alargados de lo que sugería habría sido una buena casa, en una gran habitación con cuatro grandes ventanas que daban a un patio interior repleto de cachivaches y muebles desvencijados, que la almoneda de la planta baja utilizaba como almacén. El aula de clases presenciales (así lo atestiguaba un gran rótulo de hojalata en la puerta, blanco con elaboradas letras negras) era el resultado de tirar antiguos tabiques; en el suelo se descubrían sus viejas sombras en distintos pavimentos. Las sillas plegables, que me recordaron a las de los quioscos del Retiro, se encontraban alienadas frente al encerado, en donde un señor de mediana edad en traje de chaqueta y bien parecido nos invitó a sentarnos.
Seríamos unos cuarenta individuos, los que entre asustados y esperanzados depositamos nuestras posaderas sobre las tablas de nuestros asientos. Había cabezas de familia cuarentones desesperados (a los que ya cualquier solución les parecía adecuada), amas de casa emprendedoras, jóvenes con bigote y ambición, chavalas soñadoras, hombrones morenos de manos resecas recién aterrizados en la urbe, delincuentes buscándose el tercer grado en la trena, estudiantes universitarios con la sana intención de agenciarse su dinero de bolsillo… En fin, una amalgama variopinta de personalidades, y yo mismo.
Comenzamos acompañados por el monitor, después de dos en dos y, por último, solos. Calle a calle, portal a portal y puerta a puerta. Me especialicé en vender la Sagrada Biblia, representaba a un seminarista del obispado de Alcalá de Henares; pero si la puerta no tenía la chapa del Corazón de Jesús, o detectaba otro estilo, les vendía una fantástica Guía Médica de mucha utilidad para toda la familia. Llamar al timbre, sentir la mirilla y escuchar la apertura del picaporte. Cientos de exámenes imprevistos diariamente, chutes de adrenalina. Poco a poco fueron desapareciendo los aspirantes por falta de ventas efectivas. Jamás he ganado tanto dinero, obtenía una media de tres Biblias y el pago de la primera letra en metálico se quedaba en nuestro bolsillo.
Conmigo quedó una chica de veintitantos años, rubia teñida, que a mí me parecía una mujer mayor. Con ella llegue hasta coger el tren en Atocha hasta Guadalajara. No vendió una escoba. Y a mí me salió una viuda en ropa interior negra, con mucho interés en las sagradas escrituras y en mi persona. Llamó al timbre una vecina para salvar aún no sé muy bien a cuál de los dos. Aquel día conseguí tres Biblias y una enciclopedia Médica. Cuando de vuelta nos bajamos en el andén, la rubia se retiró llorando, con mil pesetas que le presté y sin comer, por la calle Delicias hacía su casa en el Barrio de la Fortuna.
Recuerdo como llegué a conocer un Madrid desde la perspectiva de los pares y los impares, puerta a puerta. La encrucijada de Moratalaz y su interminable calle del Camino de los Vinateros. La Ciudad de los Ángeles con sus bloques de colores y su sabor a medio pueblo. Aquel extrañísimo territorio junto al hospital de La Paz y el barrio de la Ventilla. Mis únicas armas eran una carpeta de falso cuero negro con los catálogos de las costosas ediciones, infinita inconsciencia y una férrea fe en mí mismo.
Mis jefes decidieron dar el paso e integrarme en la liga profesional. Recuerdo perfectamente la fría mañana en la estación de Méndez Álvaro, el asiento de ventanilla del Auto Res hasta Salamanca, la alfombra sucia de la pensión, el olor de la lluvia encharcada en los adoquines, los coches de alta gama de mis nuevos compañeros, las negras ropas de la abuela a la que ayudé a levantar el colchón para quedarme con las tres mil pesetas del primer pago por las sagradas escrituras. Aquel aguamanil, la estrecha ventana de gruesos cortinones verdes, tras los que, a la luz de la farola, se vislumbraban los soportales de piedras medievales.
Pero esa es otra historia que a muchos les gustaría leer aquí. Nunca he vuelto a ganar dinero con tanta facilidad. Y contarles las razones por las renuncié a continuar por esa senda me da una profunda pereza…