OPINIÓN

Villamanta

 

♦ La romana Mantua Carpetanorum, por los restos arqueológicos hallados, como lápidas de enterramientos en piedra blanca y serrana con huesos, monedas de varios emperadores, vasijas, cimientos y armas o piedras con inscripciones y también cerámica fina datada entre los siglos III-V antes de Cristo, hornos, aljibes, es atravesada por la Cañada Real Segoviana (también de fundación romana) que une Toledo con Segovia. Este trasiego de viandantes es el que posiblemente facilitó la construcción, a finales del siglo XVI, de un Hospital de Pobres en el municipio. En un caserón enorme y desportillado, por cuyos pasillos abandonados jugamos yo y todos mis hermanos, vivió el tío Juan, marido de Julia, durante varias décadas del siglo pasado. Tenían habilitadas tres o cuatro habitaciones en el esquinazo de la planta baja, donde “hacía vida” la familia, nuestros vecinos. En el Cerrillo, al lado de la casa de mi infancia.

En Villamanta nadie sabe dar razón: ni los más añosos, por más que preguntes, recuerdan a un tío Juan que no fuera viejo, o sin su burra; y en lo que todos coinciden, —hasta los que entonces apenas levantábamos media docena de palmos—, es en la imagen, cuando los primeros rayos de sol asomaban por el monte, del enjuto marido de Julia… Era difícil casar a esa pareja: él alto y esquelético —siempre le recuerdo de pie, como un ciprés—, un hombre al que nunca vieron montado sobre su borrica. Y a su mujer, invariablemente, la veo enorme, desparramada sobre su butaca de mimbre en el portal de la casa, frente a la cuadra: en una mano el abanico con el que golpeaba sus enormes pechos, y en la otra su rosario negro, pasando cuentas entre las morcillas de cebolla en que se habían convertido sus dedos… Sí,  ahora mismo evoco aquel olor a miseria oscura y cerrada que me invadía cuando mi madre me obligaba a darle un beso a Julia… Era una buena vecina (de cuando todos aún éramos vecinos) con un pasado de coraje y estraperlo, una mujer grande en todos los sentidos.

Pero, dejémonos de circunloquios y vayamos al meollo, o sea, a la borrica; bueno, a los amaneceres en los que yo, sentado en la piedra, a la puerta de mi vieja casa de adobe, miraba distraído —mientras me zampaba un tazón de pan migao con leche— al tío Juan hablando con su burra a la vez que la peinaba y la vestía con sus aperos… Igualito —y esto no deja de extrañarme, recordé muchos años después— que una mañana cuando contemplé a mi mujer levantar y vestir a nuestra hija, cuando esa mica no había llegado a los cinco años… Qué extraña es la memoria… Bueno, bueno, el caso es que —lo estoy viendo— el tío Juan echaba la tartera y el ‘avío pa tol día’ en las alforjas del animal, se colgaba su azadón al hombro con el palo bailando libre por delante… Siempre pensé que el hueco de ese hombro, con el paso de los años, había evolucionado en el tío Juan hasta convertirse en la horma exacta de su herramienta… Por mucho que se moviera o volteara —que yo recuerde— jamás tembló ese azadón ni llegó a besar el suelo… Le propinaba un cachete de ternura a la grupa de su borrica y caminaba hacia su huerta, a tres kilómetros de la última casa del pueblo. El tío Juan avanzaba acompañado, sin dejar de susurrar. ¿Hablaba para sus adentros o a la burra? Nadie supo nunca. Su borrica, suelta, sin ramal, seguía su alargada silueta como una sombra, hipnotizada, con esos ojazos perdidos que a veces brillaban pardos cuando parpadeaba en su inútil afán por quitarse las moscas. Una vez que desaparecían sus siluetas por la cañada, nada se volvía a saber de ellos hasta que los últimos rayos solares del anochecer teñían de rojizos y ocres las portadas de todas las casas del pueblo y el griterío de los vencejos enloquecidos, en sus eternos vuelos circulares, alcanzaba su volumen más agudo, como si preparasen el final de su sinfonía diaria para un público incondicional. El tío Juan bajaba de sus serones judías verdes, algunos pimientos y cuatro o cinco tomates. Dejaba su azadón colgando del palo del ‘sobrao’ y susurrando —¿hablaba para sus adentros o a la burra? Nadie supo nunca— dejaba a su borrica desnuda de aperos, la peinaba con sus largos dedos sarmentosos… Y la burra, libre como se había ido y había venido, lentamente se introducía en la cuadra. Como todos los días, seis veces a la semana. Los domingos, no. El día del Señor, el tío Juan y su burra no salían. Entonces no, pero ahora me extraña; no iba a misa ni por el bar y, como mucho, —mi madre me contó según había escuchado—, alguno de esos domingos le escuchó responder a su mujer Julia algún «…si claro, bueno, bien…». En esas raras ocasiones que a él se dirigía… Es curioso, qué pareja tan difícil de casar: ella tan extrovertida y tan de pegar la hebra, y él,  —yo  no recuerdo haberle visto de otra manera—,  siempre cerca de su borrica y sin hablar con nadie jamás…

Pero volvamos al meollo, vuelvo a decir, a la borrica. El bueno del tío Juan se murió un domingo sin decir ni pío. Y el lunes, en cuanto amaneció, la borrica salió de su cuadra, —por aquel entonces no hacía falta gastar en cerrojos por Villamanta—,  esperó al tío Juan y cuando entendió que no acudiría a la cita nunca más, comenzó a caminar como siempre, suelta, sin ramal, como persiguiendo alguna alargada silueta convertida en sombra que le susurraba, como hipnotizada con esos ojazos perdidos, que a veces brillaban pardos cuando parpadeaban en su inútil afán por quitarse las moscas. Una vez desapareció su silueta solitaria por la cañada, nada se volvió a saber de ella hasta el anochecer, de rojizos y ocres orquestados por los vencejos de mi pueblo natal. Y así continuo la cosa todos los días, como recuerdan en el pueblo, seis veces a la semana… Alguna vez le preguntaban a su viuda, Julia, que porque dejaba hacer eso al animal; y mira que era extraño que la Cacharrera se quedara callada, sin decir ni pío, pero sobre esto nunca dijo mas «… si claro, bueno, bien… », y no la sacabas de ahí… Que difícil casar a esa pareja… Yo me fui del pueblo a Getafe. En Villamanta, según mis hermanos mayores, no había porvenir. A la llamada de los tiempos modernos, “ciudad dormitorio”, “cinturón rojo” y otras cuantas etiquetas falsas más…  y allí deje mi infancia. Un día supe, —por mi madre, claro está—,  que Julia había muerto, pero de la borrica del tío Juan no me había vuelto el recuerdo en muchos años si no llega a ser por una charla en la barra de un bar… Presiento que la borrica tampoco estará.

Siempre encuentro alguna excusa para no volver a mi pueblo, no lo sé,  pero si no voy… por algo será. Noto su falta, la de los gritos de los vencejos y la del pan ‘migao’ con leche, sobre mi piedra… Pero secretamente guardo la esperanza de que, al menos, perdure aquel azadón colgado del palo más alto de aquel ‘sobrao’ de mi infancia. ¿Por qué no? Igual, aún esta…  Tal vez por eso, justamente, me niegue a volver… La infancia nunca debería habitar en la realidad.


 

Las cuatro fotografías antiguas están tomadas de:

https://www.dropbox.com/sh/ru8iflbepqh1cmm/9vwrx-0LgW#/

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