♦ Jóvenes occidentales se trasplantan al extremismo religioso
El asesinato frente a una cámara de James Foley a manos de un islamista radical occidental ha disparado todas las alertas de un fenómeno que era muy conocido, pero que ha dejado de ser objeto de atención de los Servicios de Inteligencia o de padres desesperados para pasar a preocupar a la policía y a la población.
Llamamos «yihadismo», una palabra que es un neologismo occidental, a las ramas más violentas y radicales dentro del Islam político, y contemplamos impávidos como este radicalismo que también tiene matices épicos de pasión y aventura, atrae a jóvenes occidentales como una gigantesca tela de araña. Chicos y chicas que han sido privados desde el nacimiento de toda preocupación por la supervivencia y criados entre prestaciones sociales, estado del bienestar, derechos y tolerancia democrática, parecen buscar los límites de esta tolerancia allí donde se ofertan, en la crueldad y el primitivismo de una política que les es ajena y por tanto exótica y lejana: el radicalismo islámico.
Ya el psicoanálisis pretendía explicar el crecimiento como una búsqueda de la reafirmación personal, la «muerte del padre», que supone la ruptura con la infancia y la protección paterna, la conquista de la independencia y la vida plenamente adulta. Esta visión puede ser de utilidad para reflexionar sobre la sobreprotección, que se estrella con la naturaleza humana que pide transgredir para llegar a ser adulto. Occidente ha ido destruyendo los rituales iniciáticos, ya sean sociales o religiosos, se ha abaratado cualquier dificultad y se han destrozado prácticamente todas las fronteras de la infancia, de la que salir es un puro paseo en el que no hay conquistas, demostraciones pruebas. Tampoco hay una aceptación del joven por la comunidad adulta en el sentido ancestral.
La pedagogía y la psicología aplicada a la enseñanza han impuesto un modelo de «adquisición de competencias básicas» que es una manera miserable de referirse a la liofilización, pasterización y predigestión del conocimiento, para que casi sea adquirido por ósmosis. Poco a poco el ser humano joven ha sido privado incluso del reto de aprobar exámenes, ya que no importa si se superan o no y hay mil oportunidades para hacerlo y mil normas para no frustrar a los cada vez más aburridos alumnos.
Tampoco conseguir un trabajo, aunque sea una lotería o precisamente por serlo, confiere madurez o implica independencia, ni viene acompañado de carta de pertenencia a los que «sientan la cabeza» y lo mismo sucede con el inicio de las relaciones sexuales, absolutamente trivializado. Otro tanto sucede con la paternidad o maternidad, que es una condición en parte reversible gracias al aborto y de producirse precozmente es tomada como un accidente que afecta especialmente a otros: abuelos o instituciones.
La cuestión es que occidente pone complicada la transgresión o crisis adolescente, porque hasta la delincuencia o autodestrucción del cuerpo por tóxicos, drogas y similares se perdona, mitiga y dulcifica, se reglamenta y protocoliza, y pone difícil la demostración de valor. Además, la transgresión de la Ley tiene pocos incentivos románticos y poco interés, en general, como fuente de notoriedad. Incluso los en otro tiempo idolatrados terroristas endémicos nacionales o internacionales han demostrado su gusto por los planes de jubilación, los pasteleos con el poder, los perdones y el paso por el aro «low cost».
En otros tiempos servía al menos la demostración de fervor religioso, hoy no, ya que en general Dios está muerto o muy domesticado y el cristianismo hoy no exige grandes esfuerzos, estando incluso mal vista la dedicación al mundo espiritual o la misión. También la dedicación política pasa por malos momentos por diversos motivos, siendo común a todas las ideologías su vaciado de dedicación generosa y convencida y la sustitución de la vocación por miras personales de satisfacción sin traza alguna de servicio a la comunidad.
En este contexto de aburrida tolerancia, los límites de lo aceptable quedan muy fuera de nuestras democracias, ya que todo es accesible y nada espanta lo suficiente a la generación de los padres. Sumando esta necesidad de saltar barreras con la no menos apremiante de ser aceptado y sentirse necesario, la llamada yihadista es eficacísima. Para muchos jóvenes que consumen sus horas en Internet buscando una oportunidad de vivir su propia evolución, las web de políticos islamistas fanáticos pueden ser la primera experiencia de sus vidas de ser requeridos para algo. Si encima la guerra santa «Yihad» provoca miedo, rechazo o asusta a los padres y promete aventura, peligro, gloria, violencia y venganza, un objetivo, una misión fácil de entender y una forma de vida disruptiva por su simpleza y dramatismo, la mezcla perfecta se pone en marcha.
La realidad importa muy poco. Los jóvenes no perciben que son requeridos por y para el beneficio exclusivo de una organización política que necesita kilos de carne de determinado tono, que hable determinados idiomas y que llegado el momento será sacrificada con la misma naturalidad que se despieza un pollo. Todo esto aderezado con un mensaje sin complicación, la vida sencilla de un soldado sin pruebas de acceso, o de una esposa que espera a su soldado compartido con otras, al que no ha tenido ni que buscar. Todo en medio de lucha por la vida, sangre, muerte y sufrimiento vital.
El magnetismo que tiene este ofrecimiento de vida primitiva y comprometida, cruel y esforzada es simplemente que da sentido a la existencia. Aunque el precio no resulta tan evidente para los jóvenes occidentales, la huída cuesta exactamente la cesión de los tres derechos irrenunciables de cualquier persona: la vida, la libertad y la propiedad privada. Un precio que nadie en su sano juicio debería pagar.
Nuestro mundo organizado y aséptico, comprensivo y paternalista sigue avanzando en logros facilitadores, comodidad, en eliminación de riesgos, accidentes, enfermedades, en esconder la muerte y disimular la fealdad. Todo un sueño que se vuelve aburrido.
El reto de occidente es vencer nuestra propia enfermedad, la que nos hace susceptibles de ser parasitados por organismos sumamente simples aunque destructivos. Hay que reflexionar sobre la ausencia de límites, la excesiva permisividad y la tolerancia excéntrica, la inexistencia de creencias que sustituyan las superadas o caducas, la falta de ideales generales que se conviertan en pilares como el esfuerzo, la solidaridad, la generosidad que prácticamente han quedado como obligaciones para ciertos profesionales. Hay que recobrar la distancia entre el bien y el mal, cuando no reencontrarlos. Quizá lo más importante sería una evolución de la educación que fomentase la dimensión humana de resistir tentaciones, no sucumbir a impulsos, dudar siempre y usar la inteligencia como estrategia defensiva. Prácticamente lo contrario de lo que se ha hecho los últimos 50 años.
Cientos de chicos y chicas que han coreado el «No a la guerra» se dirigen a las fronteras del Islamismo radical para dar sentido a su existencia mientras son maltratados y se les enseña a matar. El precio que pagan es la renuncia a su vida. La única forma de evitarlo es revivir nuestros principios y recordar el legítimo derecho de los jóvenes a alcanzar con esfuerzo personal y sacrificio, un lugar en la sociedad.