♦ Ya conocíamos a los azufaifos, los palmitos y pitas. Habíamos perseguido por los espartales y los riscos volcánicos, con escaso éxito ornitológico, a la alondra de Dupont y al escurridizo camachuelo trompetero. Años atrás, descubrimos la preciosa duna de Mónsul, donde Indiana Jones disfrutó de su última cruzada. Y nos bañamos en la Playa de los Genoveses, cerca del cortijo por donde Clint Eastwood se paseó con una vieja manta al cuello por las calles de los pueblos inventados en ‘El Bueno, el Feo y el Malo’, para después del rodaje –acompañado por Sergio Leone– tomarse unos vinos con unas raciones de aguja, rape y raya a la plancha, con pelín de aceite virgen extra, mahonesa y ajito…, y después, pasar la noche con una señora de hermoso pelo negro, ojos almendrados, de imposible color aceituna, que confeccionaba jarapas al lado del blanco ayuntamiento del empinado pueblo de Níjar, esos mismos ‘Campos de Níjar’ que nos descubrió Juan Goytisolo y que leímos golosos, después de bañarnos, los dos desnudos y solos, en nuestro pequeño secreto de la escondida playa del Barronal.
Ya habíamos hecho la caminata bajo el sol de justicia de Septiembre en Almería, por el interior, atravesando las minas romanas de oro, que estuvieron funcionando hasta el franquismo, de Rocalquilar y sus sinuosos eucaliptos. Entre arrumbados aljibes hasta el Cortijo de los Frailes, en donde García Lorca descubrió por la prensa un crimen que le inspiró sus “Bodas de Sangre”. También allí escribieron José Ángel Valente, Michel Houellebecq, John Lennon… Da asquito no ser creativo bajo esa luz, ¡vaya¡.
En esta ocasión lo teníamos claro. Disponíamos de más veinte días en noviembre. Habíamos leído mucho (leer es vivir) sobre la historia mora, cristiana y pirata de la zona; compramos una buena guía, planos del ejército y contábamos con nuestras desgastadas garrotas de pastor sepulvedanas. Nos montaríamos en el “porta-gallinas”, mi vieja C-15 roja, en Getafe y no pararíamos hasta San José. Este es el mejor núcleo de población de todo el Parque Natural, el más centrado, con buena gastronomía, barato y cómodo. La idea era patear todo el territorio, desde Carboneras hasta el pueblo de Cabo de Gata en etapas diarias de ida y vuelta.
Empezamos por la punta más al norte del Parque Natural. Dejábamos la furgoneta en el punto de llegada de la ruta del día anterior, muy de mañana, y caminábamos hacia el sur, dependiendo del terreno, de cinco a ocho kilómetros, lo más cerca del mar que nos permitían los caminos. Hicimos descubrimientos extraordinarios. Descansábamos, mirando por algún acantilado o con los pies en el mar, nos comíamos un bocata con algo de queso de cabra y un tomate. Y volvíamos contentos, esta vez rumbo al norte por un camino que, siendo el mismo, nos parecía desde otra perspectiva totalmente desconocido.
San José en noviembre está prácticamente vacío. Quedaba un solo restaurante abierto, “La Cueva”, que lo lleva un almeriense encantador y que en la cocina tiene a una señora mayor de la zona que prepara el pescado como una diosa; además mantenía un acuerdo con el único barquito que salía a pescar por las tardes, cerca de la costa, y cada noche nos sorprendía con una cena distinta, que dependía de lo que hubieran capturado. Con los cafés, en el comedor techado pero sin paredes, escuchando las negras olas de la playa cercana, abríamos los mapas y planificábamos la ruta del siguiente día, como los niños que preparan la carta a los Reyes Magos.
Palabras como El Plomo, Cala Chumba, Las Negras, Los Escullos, Salinas, La Isleta del Moro, La Fabriquilla, El Morrón, San Pedro, La Cala de Enmedio… comenzaron a oler y a tomar sabor, imágenes y contenido. Fueron unas caminatas cordiales, paso a paso y latido a latido. En el sentido etimológico de la palabra, corazón viene del latín “cordis” y ahora “recordar” aquel territorio es como pasarlo dos veces por el corazón.