Había que bajar al pozo por una rampa oscura, pesaba veinte kilos y tenía nueve años. Yo siempre he sido muy miedosa. Las cántaras, las sogas, las piedras anudadas para el contrapeso, el cuerpo se me iba al hoyo, a lo negro. Fue el primer año que me mandaron con mi padre. Dormíamos todos juntos en una sala muy grande, en medio de la nada, bajo el ronquido de las lechuzas y el relente que se paseaba por los montes, bajo las estrellas, impasible. El olor de las mantas y las caballerías, de los cuerpos agotados por el trabajo y la miseria de la falta de limpieza; no era malo. Resultaba simplemente familiar.
He tenido mala suerte, a mis hermanas todo les fue mucho mejor y mi marido el peor de todos. Pero al fin: “Todo lo que sucede conviene”, decía mi madre. “Lo grave es no saber reírnos de nosotros mismos”, se me ocurre ahora, a mí. Hubo colegio de pizarrín y carboncillo, las cuatro reglas. Juegos de trilla y piedras con lagarto en la peña Rondán, de pueblo encalado y casa de adobe, de iglesia y rosarios, de chapuzones en el arroyo de la Vega y comer pan y quesito de las falsas acacias. Esas piedras calizas de la Peña, testigos de las alegrías y muchos infortunios, en sus cuevas los primeros habitantes de la Edad del Bronce y el pueblo ahora abajo, diseminado en edificaciones según los caprichos de la fortuna. Y vino otro año, mi padre me llevo a otra finca, de la que solamente recuerdo los cubos de latón. Agua, cepillos de raíces y arena, contra la mugre y la sangre de los borregos muertos, las pieles aún frescas y su perfume de lana densa. Qué miedo pasé con esas cuestas, la mula hasta los corvejones. Tu abuelo, calla y tira de la yugueta que el balancín lo guía tu padre… ¡Qué angustias!
Después “a servir” en la capital, sin cumplir los quince. Limpiando la plata con bicarbonato y la cristalería fina. Como me aconsejo la asistenta, a tiempo parcial del principal de los señores de arriba, con pis dejándolo escurrir, tan ricamente. Varios novios del baile de los jueves por la tarde, poca cosa y mucha necesidad. Aquel muchacho tan bueno, que por tener tan solo una chaqueta de cuadritos con espiga me avergonzaba y le di boleto. Me llevó a ver a Lina Morgan y me regaló un anillo que, despechado, tiro por un respiradero del alcantarillado de la Avenida de la Albufera.
Habitación con derecho a cocina, bigote corto; alto y moreno. Recién venido de tres años, de chusco y pólvora diario, del servicio obligatorio después de la guerra en Plasencia. Trabajos precarios, miseria, miseria y cagadas de moscas sobre mis combinaciones y la ropa interior. Puente de Vallecas, con la familia, llantos del resultado de mi primera barriga. Infierno de olor a sucio, un intenso sabor a podredumbre y baños turcos compartidos, el zapatero pajarero y la figurita de Fray escoba, envueltos en la caca del niño llorón.
La caza y el pueblo. Vergüenza y humillación. Dos hijos. La caza y el pueblo. Y pedir fiao, sin agua ni baño, limpiarse el culo con tejas rotas. Tres hijos. La caza y el pueblo. Soledad completa y vecinas solas, barreños al sol, cantareras y en el trastillo lavarse la cara en la palangana. Cuatro hijos. Despellejar conejos y sartenes de gachas. Caza y pueblo. Cinco hijos. Lavar en el río y las lamparitas de cartón de los muertos, flotando en el aceite. Las pajas flotando en el techo, tragaluces y la arena mojada por el suelo. Esparciendo con la mano inclinada sobre del cubo, y después “los zorros” de trapos atados a un palo, para evitar la polvareda de los niños.
Muerte y abandono, cuesta del Cerrillo y lágrimas, tortilla de patata y plomos de la luz, porcelana con un alambre y teñir las ropas de luto, grandes ollas negras removiendo la ropa con un palo. Ser viuda para toda la vida. Adiós por fin al círculo vicioso, de “los de la familia del pueblo”. Todos al camión de Marcelo, a Getafe… Medio siglo viviendo en otro mundo, poco a poco a mejor. Ahora, a la vejez nos viene otra pandemia. No me dejan besar a mis biznietas y en mi funeral, por primera vez estaré, desinfestada y otra vez sola. Y dicen que aún el pescado es caro ¡Qué sotileza!