♦ Es lunes 24 de enero, son las diez y media de la noche. Hace mucho frío, estamos en 1977 y en Madrid están pasando muchas cosas, demasiadas incertidumbres, muchos miedos. Tres energúmenos, relacionados con la ultraderecha y la policía franquista, se aproximan al número cincuenta y cinco de la Calle Atocha. Suben por las viejas escaleras de madera desgastada y cuando llegan al tercer piso se paran frente a una puerta que tiene un sencillo ‘Abogados’. Comprueban que, pese a la hora, el despacho está lleno de gente. Se está preparando una huelga del transporte y muchos de los abogados laboralistas de distintas asociaciones de barrios se reúnen para fijar criterios.
Suben hasta el cuarto piso y en la oscuridad preparan sus armas, y esperan. Cuando sienten que disminuye la animación bajan y llaman al timbre, les abre un hombre joven. “¿Qué queréis compañeros?”. Uno de ellos se queda en la puerta y los otros dos se lo llevan encañonado hacia dentro. En unos minutos suenan treinta y tantos disparos y los tres asesinos salen corriendo escaleras para abajo, como perros rabiosos y asustados. Había nueve personas cuando entraron. Hubo cinco muertos y dejaron malheridos a cuatro.
Sería por el mes de marzo del 2004. La primera vez que me desplacé hasta el Metro Iglesias y caminé los diez minutos cuesta abajo, hasta el despacho de Abogados, en la puerta ya estaban esperando mis tres excompañeros de trabajo. Subimos las escaleras hasta el segundo piso y llamamos al timbre. Nos abrió la puerta una jovencita rubia, delgada y muy sonriente. “Queremos hablar con Luís Ramos”. “Si es para un caso nuevo, yo misma os atiendo, soy abogada de este despacho, y Luís no está, lleva demasiados juicios y no se encuentra muy bien de salud”.
Nos encerramos los cinco, en una salita pequeña de reuniones, y durante dos horas largas le pusimos la cabeza como un bombo. Nuestro caso era muy complicado, contra tres grandes empresas, cada una de ellas con su potente departamento jurídico, y les acusábamos de algo tan subjetivo como acoso laboral y contra la libertad sindical. La pobre abogada nos miraba estupefacta mientras desplegábamos tres gruesas carpetas con documentos de todo tipo de las distintas empresas y sindicatos, sus oscuras conexiones y las terribles injusticias perpetradas a nuestras humildes personas.
“Bueno esto es como un David contra Goliat —nos interpelaba entre nuestras continuas jaculatorias—. Seria un juicio muy costoso y largo, con unas posibilidades de éxito muy comprometidas”. “Esto es intolerable, no lo podemos dejar así, estamos decididos a llegar al fondo de la cuestión, es un problema de dignidad”… Nos prometió estudiar el medio kilo de documentación y ordenar en lo posible nuestras justas demandas y en un par de semanas nos daría una respuesta sincera de lo que nos aconsejaría llevar a la acción. Salimos de allí desfogados pero sin muchas esperanzas. Una cosa por la otra, nos tomamos unas cañas en el bar de la esquina y cada mochuelo a su olivo.
Tres o cuatro días más tarde, recibí una llamada. “Quien es” “Soy Luís Ramos, ¿cuándo podemos tener una reunión?”. La primera vez que vi a Luís, me llamo a la atención lo alto y la carencia de sus movimientos pausados. La cabeza siempre un poco para atrás, la frente amplia se unía, sin solución de continuidad, con la calva y los pelillos en los laterales, repeinados con un toque de coquetería. Siempre bien vestido. Los parpados ligeramente caídos y sus pupilas inquietas, negras y profundas. Parecían saberlo todo y, como guardaba grandes silencios, te descolocaba con la sensación de estar desnudo. Se lo comenté en alguna ocasión: “No me mires así, que me pones nervioso”, y él, claro, se descojonaba. Tenía una mirada triste y buen humor. Hablaba poco y cuando lo hacia todos escuchábamos. Siempre recordaré el espectáculo de verle, siempre tranquilo en los juicios, acorralando a los tres abogados caros y al fiscal con sus frases cortas y claras. “Pruebas, quiero documentos, quiero más…”. Doscientas siete pruebas documentadas le conseguimos, y él las exprimía como naranjas, que debían saber a limones agrios a la parte querellada.
Durante más de año y medio tuvimos mucho tiempo de espera, antes de entrar en la sala, desayunando o después de las reuniones en el despacho. Era un hombre que se hacía querer, a cierta distancia. Siempre educado y siempre con la sensación de como si hubiera preferido estar en otro sitio. Yo siempre que encontraba una grieta intentaba me que contara algo sobre la reciente historia de España o de los sindicatos. Jamás dijo nada malo de nadie y nunca mencionó. Que él era uno de los que quedaron mal heridos de por vida. En aquel espantoso recuerdo de los crímenes de los abogados de Atocha.
Sería una tarde desabrida y lluviosa del mes de Noviembre del 2005 cuando recibí otra llamada telefónica en casa. Era de la encantadora abogada jovencita y rubia: “Luís a muerto”.
Abandonamos el juicio de David contra Goliat y no pagamos ni un duro por el duro trabajo realizado. Así lo quiso expresamente una de las personas más integras que he llegado a conocer.