OPINIÓN

Zamora y los pájaros

♦ Nada más llegar a Zamora nos dirigimos directamente a la comarca de ‘Tierra del Pan’. En la casi despoblada localidad del Campillo conseguimos que una señora con delantal nos abriera con una herrumbrosa llave de treinta centímetros la majestuosa Iglesia de San Pedro de la Nave, una joya visigoda del siglo V que permanece allí esplendida, tan solo desde los años treinta del pasado siglo. Una prueba más del realismo mágico de estas tierras. Pero esa es otra historia. Y en esta ocasión íbamos de pájaros y no a por setas.

Ya habíamos navegado por el Canal de Castilla en el barco ‘Antonio de Ulloa’ en las cercanías de Medina de Rioseco. Tiempo atrás, recorrimos A Ribera Sacra en un catamarán, encajados en las verticales del Cañón del río Sil, mientras nos alojábamos en el Parador Nacional más bonito de España, el de Santo Estevo. Ahora recorreríamos desde la frontera de Zamora hasta Miranda do Douro, ya en Portugal, los Arribes del Duero.

El desplazarse lentamente sobre el agua, en silencio, entre nidos de cigüeña negra y águilas perdiceras, rodeados de bancales de olivos cornicabra y almendros, entre las viñas y los madroños, merece la pena; y hasta creo que vislumbré un alimoche en las alturas, sobre las paredes de piedra. Rematamos el día con un estupendo cabrito al estilo ‘Dios nos libre’ y a la cama, que lo importante vendría al día siguiente.

Acompañamos, por primera vez, a nuestro amigo de la SEO por uno de los cuadrantes de la provincia para hacer un seguimiento de aves que se efectúa siempre sobre la misma ruta y que se supone es la más característica del ecosistema. Todos los años se hace una ruta en invierno y otras dos en la primavera, siempre a la misma hora, divididas en etapas en un tiempo preciso para intentar conseguir una estadística de la evolución de las aves en cada comarca.

Fue muy, muy divertido e interesante. El SACRE de invierno es el más sencillo, con menos especies y todas muy conocidas. En la primavera, la cosa se complica y hay que identificar, las más de las veces por oído, cientos de especies que pululan vertiginosas por entre los árboles y zarzas, anotando sin parar… Aquella mañana comenzó con un sol estupendo, dejamos el coche en un ensanche del camino, mi amigo se armó con su grabadora y ambos con nuestros prismáticos nos lanzamos a escuchar y visionar. Nuestra ruta se dividía en ocho etapas perfectamente delimitadas de quince minutos cada una. “Tres trigueros dentro”, “dos milanos reales fuera”…, “bando de veintidós estorninos negros, con dos o tres pintos acogidos”, “tres cogujadas comunes fuera”, “once gorriones comunes y cuatro palomas bravías dentro”… (dentro es en un radio de veinticinco metros y fuera, más lejos). Levantamos multitud de liebres y conejos, buena noticia para la dieta de las rapaces. Los milanos negros, según parece, aún no han venido de África. De curiosidad poca cosa: una garza real, un esmerejón, un par de mochuelos, pocas alondras y calandrias, alguna tarabilla con tres o cuatro alcaudones. Lo más normal, urracas, cornejas, chovas piquirrojas…, ni un solo cuervo, pero vimos una estupenda grajilla de cabeza gris, brillando bajo el sol, sobre nuestras cabezas.

Lo mejor, sin duda, la bandada de pardillos comunes, que nos salió a la entrada del pueblo: uno se puso en una zarza, a unos dos metros, a darnos el recital. Era joven y en el rojo sangre del pecho casi todo plumón; aún no tienen el trino tan elaborado de la primavera, pero se entregó exhibicionista, el chaval…

Y las señoras más elegantes y presumidas del páramo castellano, las avefrías. Comenzamos: “mira, fíjate bien entre los sembraos…”, “dos avefrías dentro, cuatro fuera”…, ocho, doce… dentro, fuera y en medio… Un lujo, como se pasean enseñoreadas con sus penachos inhiestos sobre sus gráciles cabezas. Los reflejos de su plumaje, bajo el sol de febrero, se vuelven multicolores, cuando emprenden el vuelo.

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