De José Palacios
(* Extracto del capítulo IV de la novela homónima)
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A las once bajé al muelle y allí, con una sonrisa exultante, me esperaba Omari, que corrió hacia mí para quitarme la mochila y portarla él.
Subimos a la falúa. Era más grande que la de Rashidi y en cubierta se encontraba sentado un niño, de unos diez años, que se parecía a Omari.
—Es mi hermano Asím –me dijo, antes de que yo pudiera preguntarle- . La falúa es muy grande y se necesitan cuatro brazos para manejarla.
De nuevo sonrió. Los dos hermanos empezaron a hacer los preparativos para que aquel elegante navío comenzara a surcar las aguas.
—Omari, he cambiado de planes. En lugar de navegar por el Nilo, como acordamos anoche, quiero que me cruces a la otra orilla. Deseo visitar el templo de Ramsés III, en Medinet Habú.
—No hay problema. Como desees. Ahora, siéntate.
Tomé asiento y observé con qué facilidad manejaban el timón y la vela. Con qué habilidad Omari se agachaba, una vez tras otra, para esquivar el robusto palo que sujetaba la parte baja de aquella enorme lona que servía de vela y lo movía de un lado a otro de la nave para aprovechar la dirección del viento. Daba la sensación de que, al menor descuido, aquella barra de madera le golpearía en la cabeza, arrojándole al río.
—¿Quieres probar tú?
—No. Gracias, Omari. No me siento capaz de ejecutar algo tan arriesgado.
El pequeño Asím me ofreció el timón para que lo manejara.
—Esto es fácil —añadió.
No me encontraba con ánimo para aceptar nuevas experiencias, pero la simpatía y amabilidad de los hermanos acabaron por convencerme. Me encantaba su manera de ser: alegres, vivarachos y despreocupados, a pesar de las innumerables carencias con las que vivían.
Cualquier error cometido en mi tarea de timonel provocaba las carcajadas, limpias y sinceras, de mis jóvenes guías.
La nave, con su alto mástil y la vela hinchada por el soplo del viento,se deslizaba silenciosa por las tranquilas aguas.
Cuando regresaba a mi sitio, en la parte de popa, después de mi experiencia como piloto, la embarcación hizo un pequeño quiebro y yo, que me hallaba de pie, fui dando tumbos hasta dar de bruces contra el suelo. A punto estuve de caer al agua y esa situación provocó que los tres, al unísono, rompiéramos a reír.
Asim y Omari acabaron en el fondo de la falúa retorciéndose de la risa. Las lágrimas brotaban a borbotones de sus ojos y con las manos se apretaban el estómago para calmar el dolor que las carcajadas les provocaban. Así estuvieron durante largo rato. Por fin, se tranquilizaron; pero al cabo de unos segundos volvieron a las andadas y sus risas cantarinas rompieron de nuevo el silencio de aquel apacible día.
Cuando llegamos a la otra orilla, Omari saltó a tierra con increíble agilidad y desde allí tiró de la falúa para amarrarla. Una vez atracado el barco, acudió rápidamente para ofrecerme su mano y ayudarme a bajar.
—No quiero que vuelvas a caerte —dijo, y de nuevo se echaron a reír.
Omari se empeñó en acompañarme al templo mientras Asím se quedaba cuidando de la falúa. No me negué. Su compañía me vendría bien y además estaba seguro de que, ante cualquier incidente, podría contar con su ayuda y protección.
—Pablo, tenemos que alquilar dos asnos para llegar al templo, pero lo haré yo, porque a los turistas os engañan.
Regateó durante un rato con el dueño de los animales y en unos minutos consiguió un precio imposible de igualar por ningún extranjero. Los dos pollinos le costaron la cuarta parte de lo que me hubiese costado a mí alquilar uno.
Cuando me vio encima de aquel pequeño burro de carga, con mis largas piernas colgando y casi arrastrando los pies por el suelo, volvió a darle un nuevo ataque de risa. Aquella actitud no me molestaba, todo lo contrario, me agradaba verle reír. Aquel muchacho me contagiaba su alegría y optimismo. Además, había descubierto que su risa era tan parecida a la de Diana, me la recordaba tanto, que me resultaba placentero escucharle.
—Mañana montaremos a camello – dijo Omari entre carcajadas – , nos lo pasaremos muy bien galopando por el desierto.
—¡Sobre todo tú! Y mejor si me doy de bruces contra el suelo.
Su risa volvió a resonar con fuerza mientras atravesábamos las huertas. Antes de llegar al templo comprobé que la vegetación acababa bruscamente, para dar paso a la seca arena del desierto.
Omari esperó a la sombra de un muro de adobe, mientras yo atravesaba el primer pilón del templo para ir en busca del padre de Rashidi.
La alegría experimentada durante el viaje desapareció para dar paso a la rabia que, de nuevo, empezó a anidar en mi pecho.
Le busqué por todas partes sin lograr encontrarle. Pregunté al policía turístico por el guardián que estaba con él la última vez que visité el templo. Le comenté que tenía tres hijos, dos de ellos se llamaban Rashidi y Abasi, e incluso le dí señas físicas, pero no conseguí sacarle ni una sola palabra. Todo fue inútil.
No me entendía o, más bien, no quería entenderme.
Aburrido y desesperado abandoné el recinto. Encontré a Omari adormilado a la sombra del muro donde lo dejé.
El calor era sofocante. Había quedado tarde aquel día para navegar por el Nilo, no para caminar por aquellas tierras áridas, morada de los muertos. Debí haber salido de madrugada y aprovechar el frescor del amanecer; pero no servía de nada quejarme, no era momento para lamentaciones. Desperté a Omari y le pedí que me acompañara al poblado de Gurna. Incrédulo y llevándose un dedo a la sien derecha, me espetó:
—¿Estás loco? Es la peor hora para estar en aquel horno.
Yo lo sabía, pero puesto que no había conseguido encontrar al padre de Rashidi en el Templo, lo buscaría en Gurna. Aunque sería difícil localizarle, ya que la visita anterior a su casa la hice de noche.
Durante el viaje no intercambiamos palabra alguna. Omari, pobrecillo, no parecía el mismo, el calor le estaba afectando.
A mí me mantenía con fuerzas la indignación e impotencia que sentía, que se hacía más patente a medida que íbamos acercándonos al poblado.
Cuando llegamos a Gurna, un buen número de casas de adobe se desperdigaban por los montículos entre hipogeos, de oscuras entradas, excavados en las rocas. Eran tumbas de altos funcionarios tebanos de la dinastía XVIII.
De día llamaba la atención por la espectacularidad del paisaje. El dorado de la roca contrastaba con el verde de la vegetación y por encima de ellos, un monte con forma vagamente piramidal.
Antiguamente estos lugares estaban habitados por los trabajadores que vivían en Deir-el-Medina, una especie de ciudad para los obreros en la que todos se dedicaban a los trabajos de construcción y conservación de la necrópolis.
Incluso a esas horas del día, a pleno sol, aquel paraje resultaba sobrecogedor e inquietante. Parecía que la brisa traía los cánticos de los sacerdotes y los lamentos de las plañideras en las ceremonias de enterramiento.
Daba la sensación de que, en cualquier momento, veríamos aparecer aquellas interminables procesiones avanzando lentamente bajo el sol implacable. Incluso podía oírse la algarabía que se producía durante el festín que proseguía a todo enterramiento.
Pero….¿por dónde debía empezar a buscar? A excepción de alguna casa con dibujos de colores en sus fachadas, haciendo referencia al viaje de sus habitantes a La Meca, las demás eran prácticamente iguales.
Elegí una al azar y llamé. Salieron a recibirme unos chiquillos vestidos con ropas trasnochadas y de vivos colores. Algunos, con mocos deslizándose hasta los labios.
Al advertir que era extranjero, comenzaron a chillar:
—¡Un libra, una libra! ¡Por favor! ¡Bombón, bombón! —me solicitaban.
Ante tal algarabía salió una mujer vestida totalmente de negro. Con una voz aguda y desagradable les hizo callar y entrar en la casa, cerrando seguidamente la puerta, dándome con ella en las narices.
Volví a intentarlo en una segunda casa, pero en esta ocasión con la ayuda de Omari. Nos atendieron muy amablemente, aunque no supieron o no quisieron darnos información sobre la familia de Rashidi. Me extrañó mucho, ya que era prácticamente imposible que no les conocieran.
Cuando nos dirigíamos a una tercera vivienda me cruce con un chaval que creí reconocer: ¡era Hasani! ¡No había ninguna duda! Le llamé y el muchacho se volvió. Al verme echó a correr y desapareció por detrás de una de aquellas casas de adobe. Su reacción me dejó desconcertado.
—¿Le conoces? —me preguntó Omari.
—Sí. Hace unos días me vendió una figura cerca de aquí. Pero….es extraño. No comprendo su reacción. En aquella ocasión fue muy amable, simpático y encantador. ¿Por qué esta huida?
—Quizá no te haya reconocido.
—Imposible. Aquel día hablamos un buen rato, tiene que acordarse de mí.
Nos acercamos al lugar por donde Hasani había desaparecido. A la sombra de un pequeño chamizo en el patio de la vivienda, descubrimos a un artesano trabajando una pieza de alabastro que comparaba con otra que le servía de referencia. Eran dos objetos aparentemente iguales.
Aquel hombre estaba completamente abstraído en su trabajo. Al vernos llegar se sobresaltó y ocultó rápidamente una de las piezas, precisamente la que le servía de modelo.
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© José Palacios. De su novela Regreso a Luxor. José Palacios nació en Getafe (Madrid) el 28 de mayo de 1948. Estudió interpretación en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, siendo el primero de su promoción, con la calificación de Sobresaliente con Matrícula de Honor.
Trabajó durante cuatro años junto a las primeras figuras de la escena española y con algunos de los directores más prestigiosos.
En 1974 creó junto al actor Antonio Orozco la Compañía Taormina Teatro, dedicándose a ella por completo como actor y director. En 1990 comenzó a escribir obras de teatro que ha estrenado con su propia compañía.
Es autor de diecisiete comedias, ocho de teatro infantil y nueve de teatro de adultos, consiguiendo con todas ellas un gran éxito de público. en el año 2014 presentó su primera novela Regreso a Luxor. En la actualidad está enfrascado acabando su segunda novela que, seguramente, presentará este año 2017.
Regreso a Luxor
La obra narra la apasionante historia de amor y amistad entre dos jóvenes, un pintor español y un nativo egipcio. Repleta de aventura y suspense, con detalladas descripciones del arte y costumbres del país del Nilo, mezcla momentos de tensión y misterio con otros de diversión o tristeza pero, en definitiva, lo que consigue es despertar las emociones de los lectores, hacerles reflexionar sobre el valor de la amistad y la importancia de los recuerdos.
El modo en que se exponen los hechos y el lenguaje llano y sugestivo utilizado, dan agilidad a la narración y posibilitan que su lectura esté al alcance de cualquier lector. Está editada por Bohodón Ediciones.