►Los libros del Mississippi, Col. Poesía, Madrid, 2019. Ilustraciones de Antonio Azorín.
JULIO DEL PINO PERALES.— Con el séptimo libro de Fernando Vallejo Ágreda en las manos, se puede decir que en la poesía española contemporánea aún hay poetas que nos hablan con una voz original.
Lo que el lector poco acostumbrado a este singular autor zaragozano puede encontrar en una primera lectura es una poesía un tanto extraña y abigarrada en su vocabulario, acumulativa en sus imágenes y torrencial en su discurso. Pero a poco que uno insista y rasque, porque con la buena poesía hay que insistir y rascar, los versos de Cuaderno verde se nos van revelando. Esa extrañeza se convierte en una maravilla que parece bautizar las cosas por primera vez; lo abigarrado se descubre como una riqueza heterogénea de multitud de elementos que integran un universo propio; lo acumulativo del aspecto visual se va mostrando como el eco fragmentado de una fragmentada realidad y el torrente de sus versos, que nada parecen ceder a métricas ni a rimas, nos revelan una apuesta absoluta por la libertad del decir y en el ejercicio del decir. En algún otro momento he comentado que el estilo tan particular de Vallejo radica en el respeto al verbo que le viene tal y como nace, que decide escribir sus versos en el momento en que las palabras pican. Los versos de este poeta parecen reflejar un estado casi adánico de las palabras, como si fueran grabadas en algún punto indeterminado, poco después del brote subconsciente pero antes de ser resignificadas por una conciencia demasiado plena. Esta forma de concebir los versos, además, explicalos tintes surrealistas que salpican estos poemas, donde el sueño ocupa un espacio generoso, y lo mismo cabe «la frente rugosa y fiel de la libélula» que «los guardianes/ de las escolopendras» o«las pestañas negras y alargadas de los / hipopótamos». Algunos versos recogen imágenes tan inusuales que enriquecen las posibilidades semánticas con impulso creacionista: «La liturgia impenitente de los periféricos poliédricos / con ojos de alabastro vertical».
No obstante, en poesía la forma también es fondo, y los rasgos poéticos de Fernando Vallejo cobran del todo su sentido cuando se comprende qué nos está diciendo, porque Vallejo es poeta que dice cuando habla. En los poemas de Cuaderno verde se mantiene una constante en toda la poesía anterior del autor, y es la presencia al fondo de un escenario urbano. Calles, bares, tranvías y semáforos van dibujando con su reiterada presencia el marco en el que el sujeto lírico emite su discurso. Es decir, se trata de una poesía que se ubica en la realidad actual y concreta. A modo de diario fechado entre el 28 de diciembre de 2017 y el 10 de marzo de 2018, el libro recoge quince composiciones en las que el autor narra, expone y se cuestiona la realidad. Esta realidad la muestra en sus versos urbana y moderna, pero también enrarecida y apabullante, confusa e incomprensible, poblada de amigos y poetas, pero también de borrachos, pobres, traidores y «sangre de niños / injustificada». Se trata de una realidad que el sujeto lírico —y el autor, los identifico desde ya— no termina de entender. Existe una nostalgia en estos poemas que apunta hacia el horizonte de la infancia: un tiempo y un mundo pasados —«Cándida niñez en casa de mis abuelos»—, y que parecen servir de contrapeso consolador al presente. Quizá una pupila que aún conserva parte de esa sencilla inocencia infantil explique la dislocación entre el sujeto adulto y el mundo en el que se descubre. Este mundo nuevo, siempre cambiante, pero como siempre el mundo lo ha sido, el poeta se esfuerza por comprenderlo, porque en él vive intrincado y de él forma parte después de todo. Fruto quizá de un no reconocimiento pleno se dé la fragmentariedad en la sintaxis y en las imágenes. Fernando Vallejo suele exponer la realidad en sus versos de esta forma breve, cortada y rotunda, a veces simplemente nominal, reflejando la forma en que percibe las cosas, a la mirada veloz de un paso ligero por los no lugares de la ciudad moderna. En ocasiones, ciertos elementos son sencillamente nombrados, como si fueran los símbolos de un nuevo tarot por desentrañar del hombre posmoderno —el hogar, el vértigo, la encrucijada, el aquelarre, el origen, el tiempo, «miserable tiempo [que] toma carrerilla». Pero resulta, por superflua y apresurada, ineficaz esta mirada de nuestro tiempo para comprender el mundo y comprendernos a nosotros. Por eso estos poemas están preñados de preguntas: «¿Por qué apuesto siempre / por partidas que doy por perdidas?», «¿Por qué pones en duda mi intuición si no me conoces?», «¿Y si fuimos destinados?». Y de entre todas las preguntas al fin termina apareciendo una, la gran pregunta, «la eterna pregunta del ser»: «¿Quién soy yo?». Porque esta es la almendra de la poesía de Fernando Vallejo, un poeta que, sumergido en la incomprensión de un mundo complejo y difícil, apuesta por la salvación que otorga la identidad auténtica de los seres humanos, una identidad que solo siendo sincera nos permitirá, además, ser persona. «”Soy yo”», se responde, «Tan breve. / Tan complejo». Casi todos los poemas resultan apelaciones y preguntas, retóricas o dirigidas a un tú determinado, pero siempre ya registradas para el lector, que sabrá identificarse en esa incomprensión, en esas vivencias y cuestionamientos desde los suyos propios.
En la primera mitad del libro, la presencia del amante aún confiere un apoyo o un refugio en el mundo: «Tu cuerpo / junto al mío / es el remoto lugar del sueño»; «Tus palabras / un alcázar donde me pongo a salvo». Pero el tratamiento del amor lo realiza el autor con honestidad, no de forma idealizada, acusando también los roces, los miedos y los desencuentros que se dan en toda relación real, y que incitan la anticipación del fin: «Te irás / porque lo entiendo. / Todos se van».
Por otro lado, lo que los poemas de Fernando Vallejo expresan conforme se avanza en la lectura del libro, no es tanto ya una urgencia por entender el mundo, como la denuncia política y social del mismo sin aún del todo comprenderlo. Solo basta ver, vivir y sentir lo justo para ser consciente de que se trata de un mundo corrupto y estropeado que no permite al hombre ser del todo hombre: «No quiero solucionar nada. Tengo suficiente con / solucionarme yo. / Quiero ser yo mismo». Un mundo, además, que impone y prohíbe en ocasiones, limitando las posibilidades de realización de las personas. Uno de los poemas, en que rinde homenaje a la memoria del poeta Emilio Gastón, alza la voz como protesta en los tiempos del control y lo políticamente correcto: «Viva el tiempo de lo prohibido. / Viva el tiempo de los transeúntes»; «¡Prohibido / prohibir!». En el poema siguiente Vallejo insiste en que «últimamente todo se prohíbe».
En cualquier caso, la no adecuación entre el individuo y el mundo inquirido adopta para Fernando Vallejo la forma rotunda de la herida, una herida con frecuencia asociada al estigma del «costado abierto» del Cristo crucificado —«sangre y agua». Desde un cierto pesimismo que se instala en la mayoría de estos versos es como el poeta define la vida como una jaula, o «una forma de llevar / el amargo pan de las ranas». Pero lo religioso en este autor —a pesar de anunciar la muerte de Roma— es siempre fuente de esperanza, porque sin fe ¿qué queda?: «¡Alzad la cabeza! / ¿Somos hijos de la luz o de la nada?». Para el poeta «el paraíso no ha muerto», toda vez que el amor siga siendo «una forma de volver a casa», y a pesar del dolor del mundo nunca pierde la fe en su búsqueda de la «inhóspita reencarnación del no saber», ni olvida pronunciar su reclamo existencial: «Devuélveme / el solo ser de la hondura / por lo que vivo».
La poesía de Fernando Vallejo es extraña, curiosa y muy original. Es una poesía escrita como al autor le ha venido, tan fresca y tan ruda, tan rara y honesta y hermosa. Palabras de un ser «puramente humano / perdido en la misma humanidad».
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