En la forma de acercar la silla de al lado a la mesa, de manera que sobre su respaldo se pueda apoyar la doble página del periódico en el exiguo espacio que resta entre el plato, la servilleta y el recipiente de la sal y el aceite, la pimienta y el vinagre, la botella de agua mineral, el vaso, la copa junto a la pequeña frasca de vino cosechero y el hilo musical, uno puede adivinar como huele este hombre de mediana edad, que cinco veces a la semana pide el menú y come solo. En un restaurante de comida tradicional y económico. Frente a la estación de autobuses de Segovia. Hasta el más antiguo de los camareros reconoce no saber su nombre, ni la primera vez que eligió el pollo al ajillo de los jueves. Ya no están los callos de Marisa, cerraron hace años, por jubilación y aburrimiento. Pero el olor de aquel restaurante Siboney persiste, con el ruido de sus sillas, rodeando los manteles blancos de tela. Un espacio saturado pero escrupulosamente limpio. Con mesas, inevitablemente pequeñas y las voces de la cocina, siempre cerca. El choque de los platos con los cubiertos, recogiéndose en las bandejas de acero pulido y las conversaciones, pausadas y en tono educado, cotidianas y extrañamente familiares, entre perfectos desconocidos. Los grávidos flanes de huevo, cavernosos, con el café expreso concentrado y el sol y sombra en copa pequeña y gruesa, con cinta roja de precisión. A los ancianos, que comían caliente a diario, no los he vuelto a ver. Pero el olor de una buena casa de comidas nunca se olvida.