♦ Suleimán era un conductor de autobús con un nombre magnífico pero muy gastado por la vida. No tenía pelo y su cara era una sucesión de profundas grietas sobre una piel oscura como de lagarto. Conducía con parsimonia por la Capadocia, nunca superó los ochenta kilómetros a la hora, si es que alguna vez llego a alcanzarlos. Saludaba indolente a su carga de turistas europeos, con una sonrisa de conejo y unos ojos pequeños y redondeados llenos de astucia. Siempre llevaba puesta su música popular turca a todo volumen y tarareaba por lo bajini. A mí me gustaba observarle y procuraba sentarme cerca de su volante. Pero en ese trayecto, me caía de sueño y me cabreaba su estudiada lentitud.
Había dudado mucho lo del viaje en globo por el valle de Goreme, veníamos de patear las chimeneas de las hadas, habíamos subido a las cuevas artificiales y casas rupestres habitadas, explorado los monasterios de los antiguos cristianos, que parecían modernos si los comparamos con los restos de aquellos hititas que nacieron crecieron y murieron por esta región cuatro milenios atrás. Y habíamos bajado a los nueve niveles de la inmensa ciudad subterránea de Kaymakli. Nadie quería ir, pero al final me decidí. Me levanté a las tres de la madrugada y, junto a dos señoras muy mayores, menudas y silenciosas, Sumeimán nos llevó en un destartalado furgón, entre las sombras, hasta una explanada rodeada de viejas montañas calvas, como él mismo. Allí estaban de cincuenta a sesenta personas, con las arrugas de las sábanas aún impresas en sus rostros, calentándose en precarias hogueras donde se quemaban olorosas tablas de viejos palets, con un vasito de plástico blanco humeante de un café aguado en las manos, mirándose los unos a los otros, mientras llegaban las cestas y el resto de los aparejos aerostáticos. Y así vimos amanecer. De vez en cuando un señor, de casi dos metros y muy gordo, soltaba un globito rojo al aire y todos mirábamos como desaparecía en el cielo tras realizar una trayectoria en diagonal que al gigante orondo le producía una furia que era incapaz de contener. A los pocos minutos soltaba otro globito rojo y toda la escena de miradas y furia se volvía a repetir, con precisión. Ya bien entrada la mañana, tras varias horas de espera destemplada, se nos comunicó que debido al viento se suspendían los vuelos. El hombre alto y gordo estaba al borde del llanto. Se nos devolvería el importe íntegro de la excursión, por supuesto. Vislumbré en los ojitos de Suleimán cuando nos traía de vuelta, un brillo de divertida ironía. Pero no lo puedo asegurar.
Ahora entrábamos a paso de caballerías en Avanos. Por lo que dejé de dormitar y mirar de reojo al conductor. Lo primero que me llamó la atención fue un ancho y tumultuoso cauce de aguas de un marrón con tonos rojizos, que parte por la mitad esta antigua población hitita, romana, griega, otomana, por citar solo las más sonadas. El río más largo de Turquía, el Kizilirmak. “El río rojo” fuente de la arcilla con la que los artesanos de la cerámica llevan sobreviviendo desde hace como mínimo cinco milenios, generación tras generación.
Por fin, el Gran Suleimán “el magnífico” nos liberó de su vehículo musical, a pilas. Y después de dejar las maletas en el hotel, polvorientas y apaleadas después de tantas paradas, desde que traspasáramos la puerta de Adriano en la lejana Antalya, nos decidimos a darnos un garbeo por Avanos. Había leído algunas cosas y estaba informado de una mínima parte de sus leyendas. Le tenía muchas ganas.
Paseamos durante horas y aquello no paraba de maravillarnos por cada esquina. Terminamos por tomar unos vasitos de raki (un licor anisado, que me gusta mucho) con dos elma cayi (té turco de manzana) en una especie de bar con tres plantas y sótano. En realidad era una vivienda familiar que se convertía en negocio por las tardes. Nosotros, de entre las estancias habilitadas, elegimos una pequeña azotea desde donde se divisaba el río rojo. En nuestra orilla se veían algunas casas abandonadas, que debieron ser importantes, entre las callejuelas, y en la otra orilla unos descampados con gente cargando borriquillos con maleza, entre la basura. Más allá estaba la carretera y algunos talleres de cerámica.
Fue un momento mágico, atardecía dulcemente en tonos rosáceos mientras apurábamos nuestros chupitos de raki. Mi mujer estaba muy contenta. Habíamos encontrado una pequeña platería escondida, donde un viejito con un fez descolorido y sucio vendía su plata al peso en una romana. La vendía al peso de la plata y eran anillos, pendientes y joyitas antiguas y minuciosamente elaboradas. Yo, por mi parte, me quedaba con la imagen de los sencillos grifos sobre el lavadero de piedra de la mezquita selyúcida Aladdin. La imagen de los niños y los mayores lavándose ceremoniosa y plácidamente. La fila perfectamente ordenada de sandalias y zapatos a la entrada, con el sonido del chapoteo del agua y las oraciones al otro lado de los muros.
De vuelta al hotel, el grupo pretendía cenar y pasar la noche en un local para turistas, con danza del vientre y baile de Derviches. Pensé en Konya, donde visité la tumba de del gran poeta sufí Yalal ad-Din Muhammad Rumi (Mevlana en turco, “nuestro maestro”, del que recomiendo sus versos encarecidamente, hay buenas ediciones en castellano). En Konya pude presenciar un verdadero baile de Derviches giróvagos y no estaba por la labor de renunciar a ese buen recuerdo. Levanté la mano y me pronuncie: “Quien quiera cenar y pasear solos por el pueblo que me acompañe”. Siempre tuve muy mala cabeza.
Los guías no nos recomendaban pasear de noche por Avanos. Es más, no había precedentes. Los turistas en un pueblo fuera de horario, ¡qué barbaridad¡. Bajo mi responsabilidad, y por imperativo legal, porque ellos desde luego no nos iban a acompañar. Lo peor fue que, al unísono, se levantaron cinco manos. La de mi mujer y las de cuatro señoras más. Dos de ellas tenían a sus esposos, que no renunciaban a lo de la danza del vientre. “Cuídalas, que nosotros ya nos arreglaremossolos, tan ricamente”, me soltaron burlonamente.
Después de cruzar la carretera y atravesar el puente del Kizilirmak, comenzamos a caminar entre las callejuelas buscando el centro de Avanos. Los que venimos de Europa resultamos muy ingenuos en cuanto salimos de nuestra zona de comodidad. En los pueblos de la Capadocia no hay alumbrado urbano. Allí estaba yo, convertido en todo un sultán con su harén de cinco doncellas cristianas, trastabillando de bombilla en bombilla por un oscuro laberinto, alguna luz en una ventana, otra en alguna puerta, una sombra en chilaba con el capuchón bien hundido en la cabeza. Las miradas incrédulas de unos jóvenes sentados en la barbacana de una plazuela, que se quedaron en un silencio hostil, al paso de nuestro sequito. Pero hubo suerte y dimos con un restaurante casi lleno, con familias y gente local. El sitio era limpio y la comida excelente. Sopas de lentejas y verduras, hojas de parra rellenas de carne, verduras, arroz y mil ingredientes que no sabría reconocer. Pan de pita, ensaladas de lechuga, tomate, pimiento y perejil. El cacik, un plato compuesto de pepino, ajo, manteca seca, aceite de oliva y yogur… A mí ya se me iba quitando el miedo y me crecí, de forma que llamé al servicial y sorprendido jefe de sala y le pedí “A bottle of red wine, please”…
Aquello indignó al personal, no sé exactamente lo que respondió. Pero las miradas del resto de las mesas y la violencia soterrada de la situación me obligaron a pedir, antes de lo que yo hubiera querido, la cuenta que, por cierto, nos salió a poco más de dos euros por cabeza y comimos de lujo. Estaba claro, las cinco doncellas cristianas fueron unánimes: soy un bocazas, ¿a quién se le ocurre pedir alcohol en un restaurante tradicional musulmán?
A la mañana siguiente, al subir al autobús, vi en los redondeados y pequeños ojos de Suleimán un punzante brillo de desprecio. ¿Cómo podría saber lo ocurrido? No lo averiguaré nunca. De lo que sí era consciente es que me había hecho, sin querer, con un magnífico enemigo. A partir de entonces me senté en los asientos más alejados del conductor. Se cambiaron las tornas, él comenzó a mirarme de reojo y yo le rehuía, como mucho le saludaba displicentemente…