¡Maldita sea, acaso no habrá otra manera de comenzar el día que levantándose!… La cama, caliente y acogedora, se negaba a mi huida cobarde y fría, justo a las seis de la madrugada cuando los sueños ya andan a punto de caramelo y la temperatura entre ambos es la idónea.
Ella penetró en la habitación como siempre silenciosa y en pijama. Sabía que no me gustaba hablar a aquellas horas, y así, muda, tiró de la interminable correa de la persiana, con temor a producir demasiado ruido, sólo el imprescindible (el ruido, me irrita en extremo, y más si quien lo produce es ella, siempre tan patosa). Tuvo que encender la luz, el invierno se hacía ya muy largo, por aquellas horas ni tan siquiera se adivinaba el amanecer. Una densa niebla oscura lamía los cristales, mientras en el interior, al otro lado de la realidad, chorreaban los vapores pegajosos de toda la noche en mi habitación.
Entre las telarañas del sueño sabía que tenía que recordar algo, estaba seguro. Pero, sin duda, no podía ser importante, porque se me había olvidado. Sólo me quedaba el poso molesto de una intención. Ese algo que nunca olvido, pese a qué no pueda acordarme de nada más… Inevitablemente me incorporé resignado y ella se perdió rápida hacia la cocina para preparar mi desayuno y la tartera.
Esa mujer había estado conmigo desde lo que podía abarcar mi memoria. Adoptaba una actitud peculiar, realmente enigmática; temerosa en los últimos tiempos, sin que yo pudiera comprender por qué. Me vigilaba por la espalda mientras escribía, me preguntaba cautelosa sobre mis amigos, extraños a ella casi todos. Tengo que reconocerlo, sin duda daría algo grande por saber lo que pensaba en cada momento. Nunca lo dijo, pero sus miradas me acusaban directamente de mi distanciamiento. Resulta curioso pero no podía recordar cómo y cuando la conocí, estaba allí y eso es todo, estaba en el principio y en el final de todo lo que uno puede recordar. Y ni tan siquiera sabría explicar el porqué de su presencia y su docilidad.
Ella ya había ido antes al servicio y se había cuidado de no hacer ningún ruido que me despertara un minuto antes de mi hora. Como de costumbre, lo dejaba todo limpio y con la luz encendida. Con la maquinilla de afeitar y el dentífrico a mano. No me gustaba buscar cosas escondidas, ¡valla a saber usted donde!, por aquella casa y más en aquellas horas (ella lo sabía bien y procuraba, en lo posible evitar el que yo pronunciara su nombre, con mi particular tono vespertino para reprocharle, las dos cosas; la primera el estar buscando lo que no encontraba y la segunda haberme hecho hablar tan de mañana). Salía ya del excusado cuando me interceptó en el pasillo ofreciéndome amable, el abrigo, con las llaves y la cartera. Me estaba mirando como ella sólo me sabe mirar y empecé a encontrarme molesto con su presencia. Aquél silencio representaba una rara especie de respeto, hecho de íntimas esperanzas y reproches solapados. Ella dirigía sus ojos a mí, pero no me miraba, era a otro a quien veía.
Evité que me rozara tan siquiera y logré llegar, ya con el abrigo sobre los hombros a la cocina. Sobre la mesa, estaba preparado el café cortado con leche tibia de la mañana. Ella se escurrió tras la puerta. Me estaba mirando, lo sentía, no quería verla. Pero por el rabillo del ojo me la imaginaba, como una sombra entrañable, displicente y dispuesta a dejarse matar por el más pasajero de mis caprichos. Era irritante pero inevitable. El café estaba caliente, le dirigí una mirada de amonestación, que pareció entender perfectamente porque achicó, aún más sus ojos de perdiz, redondos y pequeños. Y suspiró…
Terminé mi desayuno lo antes posible y cogí mi tartera. Me sentía incómodo sin saber precisar un porqué. Ella abrió la puerta y encendió la luz del portal. Cuando estuve fuera, quebrantando todas las normas, me acarició un hombro y me dijo:
– Adiós, hijo.
Volví la cabeza asombrado y sin más, bajé trastabillando confuso por las escaleras. Era extraño, ¿por qué me dijo eso? nunca nos hemos despedido, tan de mañana. Y ella lo sabía perfectamente. Le di vueltas a la cabeza, yo sabía que ella continuaba allí, en la escalera, con la puerta abierta, por sí se me apagaba la luz, para volver a encenderla. Escuché en el eco del amplio portal un gran suspiro que bajó a mí, amplificado por los muros, como un soplo que me hizo recordar. Claro, hoy es su cumpleaños… Me había llamado hijo, era mi madre y que distinto sonaba en sus labios.