♦ Luis y yo éramos siameses. Niños de once o doce años, a comienzos de los años setenta del siglo pasado. Del último aluvión de los más pobres del mundo rural hacía las ciudades dormitorio. Solitarios y, como mucho, juntos, él y yo, “de a dos”, en un mundo de bandas. Estaba la banda del Negro (que un día desapareció junto a unos feriantes de ‘coches de choque’ y no se supo más), la banda del X, los de Las Margaritas, los de San Isidro… Pandillas y más pandillas pegándose las unas contra las otras. Barrios con fronteras perfectamente delimitadas, cada uno con su pequeño ejército de “los pequeños, los grandes y los medianos” autoprotegidos en su rebaño. Y grandes carreras a la salida del colegio: ¡Cuidado que están pidiendo las pelas, en la esquina¡, y venga a correr con las carteras llenas de libros bajo el brazo, sintiendo la navajas agazapadas en los bolsillos de los perseguidores o, aún peor, ya abiertas en las manos.
Los primeros cigarrillos ocultos en las escaleras del interbloque. Comprando bolsas de basura en la tienda del Macario, en Las Margaritas, a tres duros; y vendiéndolas, de puerta en puerta, por treinta pesetas. Algún póker de “pó de a duro” en un oscuro cuarto de atrás del Bar Manolo en el barrio; “Pídeme un medio de coñac, que mañana te lo pago”. El Hurricane de Bob Dylan sonando en la máquina de discos: una canción, tres pesetas. El descubrimiento de los morreos con las chicas más modernas…
Estos primeros acercamientos a los barrios y lo que luego fue mi lamentable trayectoria. Aquel entonces nos asustó un poco y, de una forma más o menos tácita, decidimos prorrogar nuestra niñez. Yo en mi cuarto, casi a escondidas, continuaba jugando con mis Madelman y cuando iba a la casa de mi amigo hacíamos trabajos de contrachapado con segueta o nos liábamos con los circuitos y las bombillas del “Electro L”. Francisco Franco y John Lennon seguían vivos. Mi madre continuaba zurciendo calcetines con un huevo de madera en la terraza mientras escuchaba a Elena Francis en la Ser. Y nosotros mismos discutíamos sobre cómo demonios sería el agujero de las mujeres para poder sacar un bebé de entre las piernas… ¿Qué prisa había? Si podíamos continuar siendo niños, aunque ya fuéramos inmensamente mayores.
Íbamos de casa de uno a la casa del otro evitando la calle. Idas y venidas del colegio, de puntillas, sobre las innumerables líneas rojas de las bandas y los barrios. Hasta el punto que, en nuestras casas, comenzaron a sopesar esa relación tan íntima y hogareña como algún tipo de desviación perversa. De modo que, azuzados por nuestros mayores, decidimos cambiar un poco nuestros juegos y nos inventamos “las aventuras”. Solíamos pedir una merienda, confeccionábamos rutas y planos meticulosamente. Y nos íbamos para todo el día andando al Cerro de los Ángeles; unas veces por los cuarteles, otras por el campo de la Rabia o por las huertas de Las Margaritas. Por el pinar del Cerro teníamos escondido un paquete de Celtas con filtro: después del bocata era un placer echarse un cigarrito y planear qué zona nos quedaba por explorar de aquel territorio con libertad.
También comenzamos a frecuentar a las chicas del portal numero treinta; Esperanza, la hija de la limpia (a mí me hacía tilín), Pilar la del bajo, Puri la de las gallinas en la terraza, y otras que a veces se apuntaban. Eran simpáticas y habladoras y algunas estaban muy buenas. Aunque a mí me traía por el camino de la amargura Ana, la rubia del cuarto del portal veintiocho, la de al lado del zapatero. Su padre tenía el único mercedes de segunda mano de toda la calle; en su terraza se veía un artefacto de aire acondicionado sobre una mesita y dos sillas blancas muy ornamentadas y nuevas. Bajaba muy poco al portal del treinta y yo me moría por verla. Luego era casi peor, porque cuando venía un nudo en la garganta me impedía soltar dos frases seguidas con algún sentido. Yo la amaba desesperadamente y ella, ahora estoy seguro, me tenía por un tipo con la cara colorada, muy nervioso y un poco falto.
Todo este largo preámbulo me ha servido para centrar en el recuerdo mi primer “Gran Viaje”. El caso era que yo, periódicamente, me veía en la obligación de acompañar a mi madre para hacer la visita a mi tía Leonor (una mujer chiquitita y acogedora a la que, ahora que falta, echo mucho de menos) en el Puente de Vallecas. Me tenía que vestir de domingo y no decir “sí” a cualquier ofrecimiento que se me hiciera hasta que me lo preguntaran tres veces… De esta forma, al volver un domingo en la ADEVA (así se llamaban los antiguos autobuses de Getafe), mi madre me dijo que mirara por la ventanilla el parque nuevo que iban a inaugurar en la Plaza Elíptica (actual Plaza Fernández Ladreda). Y allí estaba un cerro grande y verde con escuálidos arbolillos y setos recién plantados entre caminillos de blanca arena.
No sé cómo se me ocurrió la brillante idea. Ahí tenía ante mis ojos una gran aventura. Pocas semanas después, un sábado de primavera, pedimos a nuestras madres que nos prepararan las meriendas, que nos íbamos a pasar todo el día al Cerro.
Lo teníamos minuciosamente preparado desde hacia tardes enteras. En nuestras mochilas, camufladas, había dos cervezas, cerillas, una navaja, un plano arrancado de las páginas amarillas y una cajetilla de Bisonte (que decían que era tabaco rubio). Teníamos limpias nuestras mejores botas y nos habíamos entrenado haciendo carreras por el interbloque, toda la semana, para coger la forma. En largas conversaciones secretas, estudiamos el itinerario. Primero llegar al ventorro de la carretera de Villaverde y coger la de Toledo. Llegaríamos a la fábrica grande de los humos y pasaríamos, después, por la piscina Solimpar, carreterita para adelante, pasando por las casas prefabricadas de Orcasitas hasta llegar al mismo Madrid. Exploraríamos el parque nuevo, nos daríamos una buena comilona y de vuelta. Total unos catorce kilómetros, entre coches y territorios desconocidos.
Así fue, lo recuerdo perfectamente. Un día perfecto y una gran aventura… Tan solo espero que esto no lo lea mi madre.
Todas las imágenes de este capítulo están publicadas el Archivo Fotográfico de Madrid