DESDE LA DOBLE A

Dieciséis años sin este 16: tributo a Carmen

Ilustración realizada por la artista Evavenezia a propósito de este artículo a través de su acertado pulso.

“Déjame que la llame”. Pronuncié aquella petición rozando las 23 horas del 16 de julio de 2004, cuando apenas alcanzaba la decena de edad. A esas alturas del día, ya le habíamos entonado toda la familia el cumpleaños, obviamente, pero mi insaciable carácter quería una vez más. Fue la última felicitación. Para siempre. Mi abuela, por aquel entonces, luchaba desde hacía cuatro meses contra un veloz cáncer cuya sentencia firme e inapelable fue emitida en octubre de ese proceloso año. Ha transcurrido mucho tiempo, sí, pero seguimos aferrados a la aldaba inasible de su alma. Y es que este silencio, que cada vez se alarga un tanto más, no nos es fácil llenarlo. Especialmente, al tratarse de alguien que se asemejaba al perfume de los lirios: de singular identidad, meliflua hondura y capaz de traer la primavera en una noche de enero. Como no he venido a competir con nadie, no la etiquetaré como “la mejor”; a mí me basta con que era la mía.

Los ojos de mi abuela eran azules y en ellos se podía ver el mar. Si bien, el color no era el único motivo para semejante vista. A sus seis años, quedó huérfana de madre y padre. Arrancada de sus principales raíces y separada de sus hermanos, la vida le sirvió una sola opción: trabajar siendo una niña. La agarró porque, ante todo, era valiente. Quizá por genética, quizá por la piel germinada al alimón de los acontecimientos tan madrugadores o por ambas. En cualquier caso, dechado de mirar adelante haya enfrente lo que haya.

En su manchego pueblo el porvenir se vistió pronto de traje yermo. Así, desembarcó en Cádiz, en donde se desempeñó varios años en las labores de una casa de pudientes. Más adelante, llegaría Madrid, ejerciendo similar oficio. Ahí conoció a su compañero de trayecto, la mejor conjugación de ying y yang de la que haya yo sido testigo. Siguió durante lustros dejándose las rodillas y nudillos en muchas escaleras. Estipendio que, junto al de mi abuelo, sirvió para que sus tres maravillosas hijas comiesen a diario, y para que la menor de ellas, mi madre, fuese a la universidad. Y esa alimentación era completada con un hogar de poco más de 30 metros cuadrados, pero repleto, por los cuatro costaos, del cariño del que ella careció en su infancia robada. Construyó, pues, desde la experiencia del desmembramiento, una familia. Mi abuela no sabía leer ni escribir. Pero sabía querer. Y reír, con un inconfundible timbre que aún hoy resuena en los anaqueles de nuestras memorias.

Hilando con eso último, evoco la ocasión en que mis padres la montaron en el coche ‘engañada’ al asegurarle que pasaríamos el día por el campo. Como las señales de la carretera no le eran aliadas, sólo adivinó la intención real toda vez se bajó de aquel 309. Había regresado sin saberlo a Socuéllamos, de donde tan joven salió. Frente al espejo, sus orígenes; regados, acto seguido, con esas gotas saladas que empujaron hacia los pómulos las cuencas tan claras por la emoción de pisar de nuevo aquella tierra.

Yo ya la conocí con la lengua suelta, la mente serena, y con un corazón desbordado producto del moldear de muchos nietos. Al ser yo de los pequeños, la disfruté bastante menos tiempo. Eso sí, siempre sentí una conexión tan perfecta como la que rubrican la urdimbre y la trama, que me enhebran ahora un tapiz eterno de recuerdo y legado combatiente contra las sombras del olvido.

Disfruté del tráfago de todos los que la paraban en la calle, por su indómito espíritu extrovertido, y que bebieron del arrollador torrente de sus venas. También disfruté de sus detalles infinitos, de su calor y de su tacto leve. Me faltó, entre tantas cosas, que me viera en la tele desde su sofá o leerle a Leire, si bien supongo que ya la encontró en esos lares y la abrazó.

A quien tanto quisiste, y que nos dejó hace la mitad de tiempo que tú, te susurraba en este 16 que “por buscarte una postal, corrí Madrid todo un día y no la pude encontrar como tú la merecías”. Espero que entre estas letras mías, mecidas por la hoja de la queja y la alegría de lo soplado, como si de una suerte de calabriada se tratase, escuches un latido telúrico que te siente cerca y que bucea en el inmarcesible aljibe sin fondo en que se lee Carmen Muñoz Lorente, desde cuyos ojos, a pesar de todo, se podía ver el mar. Y no sólo por el color. Gracias, Abuela, por mostrárnoslo. Me gustaría gritarte, como el niño que fui, desde debajo de tu balcón, que ya no lo es, para que bajes. Luchar contra el sino resulta poético, aunque vencerlo es otra cosa. Pero pienso en ti. Después de todo eso, vaya mi beso eterno.

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