Es un hombre corpulento, muy bien vivido, ya seis décadas. Al que le entusiasma el fútbol y no puede acudir a los palcos se le ofrecen porque siempre coinciden los partidos con su primera función. Es carne de teatro, hijo y nieto de comediantes. Su arte es conocer el oficio y su nariz tiene familiarizados todos los olores de las bambalinas, de los pasillos de los ojerosos hostales de los bolos de provincias y transportes de la utilería de escenografía; su olfato no sabe nada del método, del señor Konstantin Stanislavski.
Llega al teatro, siempre profesional, hora y media antes de la función. Y en su camerino, durante el maquillaje, se coloca su sonotone casi transparente, para comenzar a vivir su tarde de domingo, con la radio de su equipo favorito. Oculta bajo el disfraz que debe interpretar.
Lleva haciendo el protagonista de un ‘Chejov’ casi tres años en la Gran Vía. Tres años sin ver a su equipo sobre el césped, fumándose un puro. Es una persona famosa, que sale a veces en televisión y es una estrella lejanamente mediática, cuanto menos en un ámbito casi internacional, muy respetado. No es tonto ni le faltan lecturas. No tiene falsa modestia, pero es consciente que ha llegado donde muchos con más talento se quedaron en las cunetas. De hecho ha creado escuela y muchos jóvenes que desean profundizar en el arte de la interpretación, le asedian en busca de sabios consejos.
Ha dejado sin butacas vacías todo el teatro, como de costumbre, y su interpretación fluye natural y con la voz bien proyectada. Compartir elenco con su amiga y compañera es un seguro de romper la cuarta pared sin estridencias con naturalidad. Era casi una niña cuando culminaban ‘El tragaluz’ de Buero Vallejo, en el Teatro Lope de Vega: “Quizás ellos, Encarna algún día… si quizás ellos sí, algún día.”
Han pasado décadas, y los comediantes de Fernando Fernán Gómez ya pueden enterrarse en sagrado, pero poco más. “Si me aseguraran que un imbécil no sufre las injusticias de la vida, a mí no me importaría ser un perfecto imbécil”. Tantos ensayos y representaciones, tantas memorizaciones y esfuerzo, alimentaron con su escasa repercusión un sutil pesimismo ante la naturaleza humana.
Tiempo atrás buscaba una belleza transgresora, conseguir otra inteligencia aún más depurada. Pretendía pasar por la puerta de un teatro donde él, con toda su fuerza aliada con el texto del autor, intervenía en sus semejantes e indicara peligro.
¡Cuidado allí puede pasarme algo¡ La comunión de la obra con el público debería hacer huir a los cobardes.
Ya finalizando, él no tiene que pronunciar palabra. Su amiga interpretando a Sofía le acaricia las canas y recita: ¡y nuestra vida será quieta, tierna, dulce como una caricia!… ¡Tengo fe!… ¡Tengo fe!… ¡Pobre!… ¡Pobre!… ¡Pobre tío Vania!… ¡Estás llorando! ¡Tu vida no conoció la alegría… pero espera, tío Vania, espera!.. ¡Descansaremos!
Mientras la actriz le abraza cariñosamente, entre los más avispados de las tres primeras filas pudieron observar, en lo más profundo de sus pupilas, dramáticas y acuosas muy apropiadas para su papel, un brillo de pura felicidad.
Por el sonotone escucha como el delantero centro, acaba de marcar un golazo y el partido está sentenciado.
El telón cae pausado, lento, majestuoso.