La luz del sol adquirió una ligera tonalidad de morado semana santa. La bahía se volvió más azul y rizada, con ondulaciones del viento costero. Los últimos pescadores solitarios que creían que los peces pican en la marea alta se marcharon de las rocas, y otros convencidos de que pican cuando la marea baja ocuparon sus puestos. El viento cambio de dirección, y soplo suavemente desde el mar. Los hombres que remendaban redes en la orilla junto a sus barcas, posaron sus agujas y liaron cigarrillos…
Lidia dijo que se la encontró dormida en el atardecer en el jardín con vistas a la bahía de Port Lligat, en donde gustaba de ver salir la luna. Que le había quitado el sombrero a Gala, colgándolo de una rama del olivo que tenía detrás por encima de su cabeza, y que Gala se había movido un poco, pero sin llegar a despertarse.
Gala le explicó más tarde a Salvador Dalí que la habían embrujado, que las brujas la habían dormido, la habían llevado atravesando todos los picos de los Pirineos y que, después, volvieron a dejarla debajo de los olivos, colgándole la pamela de una rama para que supiera quien lo había hecho.
Cuando Gala contó la historia por segunda vez, estando en la terraza del Pescador con García Lorca, apuro su tercer vodka y dijo que le habían llevado por la tundra hasta su ciudad natal.
Y después de eso, cada vez que se tomaba unos vodkas, y lo recordaba, fue prolongando el viaje hasta que con el tiempo acabó por decir que la habían paseado por todo el mundo, medio matándola de cansancio, y que tenía la espalda llena de mataduras de la silla de montar que le habían puesto.
Lidia, cuando alguna vez la escuchó, se la quedaba mirando de pies a cabeza; boquiabierta, como si con la repetición de su fabula aquello terminaría por realizarse tal cual.
A Dalí y a su cocinera les gustaba charlar de brujas a oscuras, con Lidia, junto al fuego de la cocina; pero cada vez que Salvador tomaba la palabra, haciendo suponer que sabía todo lo que había que saber de esas cosas, Gala aparecía para decirle: “¡ah! el gran Dalí, el pintamonas de bigotillos ridículos ¿Y qué sabes tú de brujas?” y el pintor de Cadaqués tenía que callarse y retirarse a segundo término. Mientras Lidia se meaba de la risa.
Gala llevaba siempre encima una piedrecilla de Cap de Creus agujereada atada con un pequeño cordel y contaba que era un amuleto que le había dado el demonio con su propia mano una noche en que se bañaba desnuda, cerca de la cala más oriental; diciéndole que con él podría curar a cualquiera y llamar a las brujas; no a la Lidia, esa pescadera, sino a las auténticas. Cuando quisiese, con solo decirle unas palabras a la piedra; pero nunca quiso decir qué palabras eran esas.
Dijo que antes preferiría ver la luna nueva por encima de su hombro izquierdo un millar de veces o coger una piel seca de culebra.
Y Lidia tampoco decía nada…