Por Mariano García
***
1
En este tiempo primitivo, los ojos de Kasese Luis Gardner se obstinaban en fijar en su memoria cada uno de los pequeños matices de ese poblado que en un principio le había destinado a ser un esbelto cabrero. Encaramado en la atalaya desde donde le gustaba otear el horizonte se extendían a sus pies unas parcelas de tierra fértil rodeando la treintena de chozas que conformaban la ecúmene de su existencia y, sintiendo la protección de la maraña verde que vestía de selva los montes de Rwaanzari, desde esa eminencia percibía con un nudo de tristeza oprimiéndole la garganta el ritmo vital de ese mundo del que nunca había salido, miraba las menudas figuras que correteaban de un lado a otro, oscuras y alegres, llenando de gritos y juegos infantiles la mitad del día, contrastando con los suaves movimientos de las mujeres vestidas con túnicas multicolores que trajinaban alrededor del pozo del agua. Si bien la lejanía le impedía distinguir la identidad de sus rostros, siempre recordará a esas mujeres y niños como personajes de una acuarela cálida. Y su atención se recreó, consciente de que tal vez fuera la última ocasión, en como se imponía sobre las demás en el centro de ese poblado de chozas circulares construidas con barro y palos una más grande, coronando la pequeña cúpula de su techo una enorme cruz de madera que proyectaba su sombra implacable sobre el polvo de la aldea: no se podía explicar cómo, pero él se sentía impotente y no podía ignorar esa insignia, le era imposible borrarla de ese reducido trozo de tierra, sentía que una fuerza oculta le imponía no dejar de tenerla presente, como le era imposible dejar de asociarla al recuerdo de aquel extraño hombre que no se parecía a ningún otro hombre, con su pelo como las llamas del fuego, que llegó un día venido del otro lado de los montes de Rwaanzari. A pesar del tiempo pasado, en lo más hondo de su espíritu aún sentía grabada la caricia de la mano de aquel individuo. Y le extrañaba el no poder desprenderse de ese cosquilleo de placer que sentía bullirle dentro del pecho como una fuerza inexplicable, cuando él ya había visto mucho tiempo atrás a otros extranjeros que también le acariciaron. Sería éste el primero y único hombre blanco que le fascinara, tal vez porque su sonrisa era diferente a la de aquel otro —en los días en que su cabeza aún no alcanzaba la cintura de su madre— que le apuntó con aquella cosa que hechizó su curiosidad de niño y que luego le hizo huir despavorido cuando de ahí estalló un violento resplandor igual que el que devolvía por un instante los colores del día en las noches de tormenta.
La admiración por el hombre de ese pelo de fuego creció cuando, una vez que le derramaron el agua sobre la cabeza y sin que nadie más lo viera, le hizo entrega de los únicos bienes propios de su vida, los objetos más preciados de los que Kasese Luis Gardner nunca se desprenderá: Mientras que otros muchachos sólo fueron obsequiados con pequeñas réplicas metálicas de la cruz de la gran choza, él pudo experimentar por primera vez en su vida el tacto del papel: tal vez por el modo en que llegaron a sus manos, al ser solo él el que tuvo el privilegio de recibirlos con la sonrisa cómplice del secreto o porque los interpretó como regalos ajenos a la ceremonia, supo que esos dos objetos eran los que iban a marcar su futuro, junto al nombre con el que fue bautizado (a su tribal Kasese le añadieron Luis, por ser el día de San Luis Gonzaga, y Gardner, nadie sabe por qué capricho) y esa extraña ropa —extravagante en esa tribu de África escondida en un valle rodeado de selva— que no vestiría hasta el día en que por primera vez abandonara la aldea, un chándal de color naranja que pronto se volvería demasiado pequeño y estrecho para la talla y corpulencia de ese muchacho que espigaba hacia la poderosa altura de los hombres adultos.
Desde aquel día siempre llevaría consigo, bien guardados en su zurrón, esos papeles para contemplarlos en la soledad de su pastoreo. En uno de ellos estaba la imagen de una mujer blanca, que unas veces le hacía sentirse invadido por la ternura sin poder evitar el deseo de llorar y otras experimentaba una extraña excitación mezclada con el deseo animal de tocarla y dejarse acariciar. Y cuando contemplaba el otro papel, se extrañaba dulcemente de esos otros sentimientos de naturaleza diferente que también le aturdían: junto a signos inverosímiles, le miraban los grandes ojos asustados de un niño cuyo rostro, por alguna razón que no era capaz de comprender, le recordaban a él en los días que los misioneros llegaron por primera vez a su aldea .
Kasese Luis Gardner se convirtió en un hermoso y atlético cabrero, pero no se iba a conformar con ese destino, apremiado por la nostalgia de aquel hombre de pelo rojo que le había hecho entrega de la imagen más hermosa que había llegado a su aldea. Mirando la fotografía de Ava Gardner intuía el Norte, sentía la necesidad de buscar a esa mujer que despertó su deseo: “Mi nombre es Kasese Luis Gardner”, decía en lengua ganda a los misioneros que iban recalando en la aldea de tanto en tanto, una vez que se interesaban por él y éste abría su zurrón y de él extraía sus papeles y se los mostraba orgulloso. Ninguno de ellos pudo entender cómo había llegado a su poder una fotografía de esa mujer en esa aldea tan remota, como tampoco comprendían por qué guardaba un folleto publicitario sobre las misiones en África donde aparecía retratada la imagen de un negrito. Alguien le dijo “eres tú” después de que se extrañara al leer los datos personales de un sacerdote escritos a mano en el margen de esa hoja ilustrada. Y ese alguien tuvo la certeza de enseñarle un álbum de fotografías que Kasese fue contemplando con cierta indiferencia hasta que se fijó en una en la que un grupo de misioneros le miraban fijamente: alargó un largo dedo negro que se posó sobre el rostro rojizo de un sonriente cura: “Él”, dijo, mientras sentía como el corazón le golpeaba el pecho con la fuerza del tam-tam. “Jefe”, dijo. “No, jefe éste”, y el misionero buscó la fotografía del Papa Benedicto XVI: “Jefe”.
Y así fue como aprendió el nombres de lugares lejanos, supo de los grandes poblados de más allá de las sabanas, tuvo conocimiento de la existencia de los mares, se enteró de que encima de los grandes desiertos había otro mundo, ese que tenía escondidas las respuestas a las preguntas que él tantas veces se había hecho desde que quedara prendado con la humanidad del hombre del pelo como las llamas del fuego. Necesitaba saber por qué lo había abandonado, por qué le robaron su inocencia con aquella “cosa” de la que salió un resplandor como el que devolvía el color a la selva las noches de tormenta.
***
Observó por última vez la rutina de su aldea mientras se ajustaba no sin dificultad el chándal de color naranja que le habían regalado los misioneros. Demasiado estrechas para su corpulencia, se sintió extraño y oprimido con esa prendas venidas del mundo de los hombres blancos, pero él sabía que era la indumentaria adecuada, estaba convencido que el largo viaje lo debería hacer vestido así. Se colgó el zurrón de piel de cabra en bandolera y se fue alejando de su rebaño sin volver la vista atrás por la vereda que lo llevaba al otro de lado de los montes de Rwaanzari.
2
Había llegado el momento de la Epíclesis: En ese instante tan emotivo de la eucaristía Manuel experimenta la transustanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo como una experiencia única e íntima, por muchas misas que ya lleve celebradas, y siente como su propio espíritu se limpia de todas las impurezas con que los males terrenales contaminan su cuerpo y su alma, una y otra vez, tenaces e implacables. Manuel es consciente de ser un pecador empedernido y reincidente, por mucho que haya intentado evitarlo a lo largo de sus años como sacerdote: se deja seducir por los placeres mundanos que su entorno material le brinda de una manera tan apetitosa y seductora — él es párroco de una iglesia enclavada en el barrio más acomodado de la ciudad— y no hace nada por eludir esa “riqueza” que casi sin quererlo va acumulando en su cuenta corriente y en las zonas erógenas de su cuerpo frutos de sus “chanchullos” a la sombra de la parroquia. “Soy un pecador, un corrupto, pero ellos también lo son…”. Mas es creyente y de todas las misas que celebra una parte de ellas se la dedica asimismo —consciente de que su soberbia le condenará aún más— para así expiar esos pecados que ya le tienen sentenciado. “Soy un hereje”. “Pero soy un hombre muy guapo».
Pelirrojo, pero sin pecas que le tachonen un hermoso rostro de hombre que ha llegado a esa edad en que la madurez no ha hecho mella en su tórax ni en sus músculos: “usted es bello como un San Sebastián”, le dijo una mujer enamorada antes de entrar en el confesionario: “Le quitaría las flechas una a una y le lamería las heridas…”. “Soy un hereje”… Amante de la elegancia, viste trajes negros u oscuros de las casas de modas masculinas más prestigiosas y los complementa —eludiendo el clériman, y a pesar de incumplir las normas— con las mejores camisas y no menos exquisitas corbatas. Los relojes de oro le apasionan y los ‘cacharros’ tecnológicos de última generación son sus herramientas de trabajo para comunicarse con los demás mortales. Frecuenta los mejores restaurantes donde paga con tarjetas de crédito sin límite de saldo. Y conduce un coche deportivo último modelo de la casa Jaguar, de su propiedad y, por supuesto, de color negro.
La Epíclesis apacigua la carnalidad de Manuel. Y es en este instante del día 11 de febrero de 2013 cuando se desconcierta por un instante con la vibración del iphone que guarda en el bolsillo del pantalón oculto por la casulla y el alba. Siente un cosquilleo cerca de la ingle: “¡Vaya por Dios!”, murmura.
Una vez acabado el oficio, desvistiéndose con la elegancia de un hombre que sabe desnudarse para darle placer al cuerpo, cogerá por fin el teléfono y podrá leer el sms que un número desconocido le ha dejado: “Debe venir a nuestro convento. Kasese Luis Gardner ha llegado a nuestra humilde casa y le espera”. El convento es de frailes Franciscanos y está en el Sur, orillado a la costa.
3
¿Cómo ha podido llegar Kasese Luis Gardner hasta este convento de frailes Franciscanos? Solo Dios sabe cuál ha sido el milagro. Algún día él sabrá narrar su travesía, contar como abandonó su aldea para llegar a Kampala y cómo en Kampala unos cazadores furtivos le ayudarán a pasar a Kenya y viajar a Nairobi y de allí a Mombasa; nadie le creerá cuando cuente cómo se meterá de polizón en un contenedor de un carguero que bordeará la costa oriental hasta Maputo, y en Maputo coger otro barco hasta Ciudad del Cabo, y de ahí medio muerto por los mareos y por el hambre llegar a Lago, en Nigeria, para una vez abandonado el océano Cruzar por Niger, Mali y Mauritania en compañía de otros inmigrantes hasta alcanzar Cabo Blanco, donde verá por primera vez una foca monje, y de allí ir bordeando la costa noroccidental africana hasta llegar a Marruecos y de Marruecos a España, sin desvestirse ni una sola vez de su chándal naranja ni soltar su zurrón de piel de cabra. Nadie le creerá, pero él llegó a desembarcar una noche en la costa española, erguido y mirando el horizonte como un cabrero que otea su aldea desde su atalaya, tal como un hermoso mascarón de proa esculpido con madera de ébano que va abriendo senda en el mar.
El 11 de febrero de 2013, Kasese Luis Gardner estaba a punto de cumplir su sueño: ver al hombre del pelo como las llamas del fuego. Y era el mismo día de la renuncia del Papa Benedicto XVI al solio pontificio.
4
“A deshoras llega éste en este tiempo moderno”, pensó Manuel con desagrado mientras intentaba reconocer a un individuo negro descalzo de más de 180 centímetros de altura, vestido con un mugriento chándal naranja que se le ceñía al cuerpo hasta la obscenidad y cuyas mangas apenas pasaban los codos y las pantorrillas se le quedaban descubiertas porque el pantalón eran demasiado corto. Pero pudo en él la curiosidad porque, a pesar del aspecto sucio y estrafalario que presentaba, ese joven contemplaba con fervor un inmenso retrato del papa Benedicto XVI. “Jefe”, dijo volviéndose cuando oyó toser al recién llegado…
Nunca olvidará Manuel la mirada de Kasese Luis Gardner al cruzarse con la suya: esos ojos del color de la miel silvestre se abrieron tanto que pudo ver en ellos lo más hondo de ese Continente que tanto amó, podía sentir el pulso vital de su interminable geografía y la esencia más pura del Hombre fosilizada en ese ámbar. Las manos del muchacho, enormes y agrietadas como solo pueden estar las manos que han sufrido los tormentos de una larga travesía, palparon el pelo rojo del cura; luego, cuando ya estaban seguras de la verdad de quien tenían delante, buscaron el zurrón y con dedos temblorosos Kasese sacó la fotografía y el folleto de las misiones que ese hombre le regalara un día y se los enseñó. La mujer se mostraba espléndida entre esas manos tan oscuras y maltratadas y los rasgos del negrito eran la réplica infantil de los de ese joven desgarbado que ya sobrepasaba en altura a Manuel.
Y nunca olvidará la caricia que un impulso inconsciente le llevó a hacer a esa persona venida de aquella aldea tan lejana, provocándole una sonrisa tan sincera y tan cercana al amor de Dios, ese dios primitivo que él, Manuel, tanto se encargaba de traicionar incumpliendo sus Mandamientos.
—Jefe -dijo Kasese Luis Gardner señalando el retrato del aún Papa.
—Jefe, ya no.
—Quiero ver al gran Jefe — repitió en ganda Kasese con una voz que le trajo a Manuel todos los sonidos y aromas de África.
—Iremos a Roma.
—¿Y ella? —preguntó Kasese.
5
Ava Gardner no estaba en Roma. Y tampoco “el Jefe” era ya el “jefe”. Kasese Luis Gardner, aturdido, era incapaz de asimilar el magnífico panorama que la Plaza de San Pedro le brindaba ante sus ojos. Sintió la soledad del universo en la mitad de aquella inmensa planicie y era incapaz de comprender que la Basílica —por mucho que Manuel intentara explicarle—, a pesar de su grandeza, representaba a los ojos de Dios lo mismo que la gran choza de su aldea. Vestido ahora con las ropas modernas de un joven europeo, pero con su zurrón en bandolera colgado como si se tratara de un original complemento de su vestuario en esta tierra del Norte, el hombre pelirrojo y él pasaban desapercibidos ante los ojos de los miles de fieles que pululaban por allí, de los que guardaban cola frente a la fachada de Maderno para acceder al recinto sagrado. “Ella no está aquí”, dijo decepcionado. Su apatía desapareció solo al contemplar los colores del uniforme de los soldados de la guardia suiza que, apostados en la entrada principal, se mantenían firmes e impertérritos: descubrió entre los colores de ese atuendo militar de gala las franjas de un amarillo anaranjado alternándose con las azules. Apretó con fuerza su zurrón, donde llevaba guardado su chándal y sus papeles. “El Jefe, tampoco”…
Ante la decepción de Kasese Luis Gardner, Manuel buscó el refugio carnal del pecado. Si le era imposible convencerle de que el máximo representante ahora de la Iglesia era otro distinto al de la gran fotografía que colgaba en el refectorio del convento franciscano donde se reencontraron, al menos podía apaciguar esa desazón espiritual buscando a alguien que se pareciese a Ava Gardner. “En la Estación de Termini –pensó– este muchacho puede descubrir el otro placer”. Buscaron entre el caos de putas y buscavidas que pululaban por esa zona de esa otra Roma, pero Kasese, sombrío e introvertido, no se sentía atraído por las procacidades que las mujeres les lanzaban ni tampoco se dejaba seducir por esos cuerpos que insinuaban lo más apetitoso de sus intimidades con provocativas ropas.
Roma se había convertido en un fracaso. Entristecido por no poder ayudarle más, Manuel solo sentía el orgullo de haberse convertido en el mentor de ese cabrero de una aldea perdida en lo más profundo de África, quien, y no se explicaba cómo, había acudido en su busca atravesando el inhóspito mundo del Sur al Norte sin otro fin que encontrarle a él y ayudarle a buscar a una mujer que ya no existía y, tal vez, pedir una explicación de por qué en el otro papel aparecía la imagen de un niño que surgió de una resplandor que lo asustó, igual que esa luz que devolvía el color de la selva las noches de tormenta en las cumbres de los montes de Rwaansari.
Ya solo quedaba un lugar en Roma, pensó el cura, que podría sosegar a Kasese Luis Gardner. Y así fue: el Panteón de Agripa. La indiferencia del muchacho se convirtió en curiosidad cuando descubrió la planta redonda de esa bellísima construcción, y no menos fue su entusiasmo cuando, situados uno junto al otro bajo la inmensa cúpula que coronaba el templo, al levantar la mirada descubrieron el cielo por el círculo abierto en la cúspide de ese edificio.
—Aquí duerme Dios –dijo Luis Gardner.
—¿Por qué dices eso?
—Porque Dios solo puede dormir mirando las estrellas, jefe.
—… y yo soy tu cabra descarriada —balbuceó Manuel, pensando que en África los niños también duermen mirando las estrellas.
[marzo de 2013]
***
© Mariano García. Todos los derechos reservados.
El relato ‘Kasese Luis Gardner y un cura pelirrojo’ forma parte de la antología ’44 mundos a deshoras’, libro publicado en 2014 por la editorial Adeshoras (www.adeshoras.com).
Mariano García es autor de los libros de relatos ‘El libro de los crímenes exquisitos’ y ‘Animales sin rayitas’, así como de las novelas ‘Pastel de amapolas (o ciudadanos sospechosos de toda culpa)’ y ‘la navaja clavada en queso de cabra: una novela negra».