Por Juan Manuel Alcalá Perálvarez
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Con una misa y un marrano hay para todo el año; al final sobra misa y falta marrano. [REFRÁN POPULAR]
A mi padre, Juan Alcalá Civantos, fallecido el día 12 de octubre de 2016
Tras recalar en el barrio de San Isidro, en Getafe, y con el objetivo claro de asentarse en algún lugar y echar raíces, dejando atrás una vida nómada, ambulante, marcada en su brillante hoja de servicios por destinos como Almuñécar, Pedro Martínez, El Centenillo, Camprodón o Ripoll, mi padre se compró una parcela en la cercana villa de Parla, junto a uno de sus hermanos, su única hermana y un cuñado de esta última.
El terreno, un pequeño olivar en forma de triángulo de fanega y media aproximadamente, hoy desaparecido bajo la presión urbanística y las hileras de chalés adosados, se dividió en cuatro trozos; de nuevo dos triángulos, dos cuadrados y una calle en forma de trapecio que separaba uno de los triángulos del resto de parcelas como previsión de una futura e hipotética urbanización. A mi padre le correspondió en estricto sorteo familiar una hermosa parcela cuadrada de unos 600 metros cuadrados con fachada al camino que pasaba por delante de la ermita de Nuestra Señora de la Soledad.
Eran los últimos años de la dictadura de Franco. Mi padre y mis tíos pensaron que era el momento de hacerse una buena casa como se habían hecho siempre, y mudarse del angosto piso de San Isidro a una casa con terreno, aunque fuese en esa localidad madrileña, antes de que llegaran los socialistas y los comunistas con su control del territorio, los planes urbanísticos y el negocio del suelo.
Hacía poco que el agua del Canal de Isabel II había llegado a Parla gracias a la última gran revuelta popular que ha vivido esa ciudad. Las primeras elecciones municipales, y la consiguiente paralización de todas las edificaciones en el pueblo, pillaron a mi padre con los cimientos hechos y, adosadas a una tapia, dos o tres casetas que él creía provisionales, y que tras la prohibición de construir se convirtieron en definitivas. Un magnífico pozo, y una piscina, hecha a base de riñón y callos en las manos, completaban el pequeño paraíso de alguien que enloquecía por un trozo de terreno donde sembrar en los arriates y obtener excelentes cosechas de habas, alcachofas, azafrán, tomates, pimientos, pepinos y melones. ¡Que gozo más humilde el del hortelano de vocación!
Al poco tiempo, él que no podía estar quieto ni un segundo, emprendedor, tenaz como el acero, inteligente y terco, habilitó la primera caseta con una chimenea, la amueblo con unas sillas en su última función, una mesa plegable y un viejo sofá cama, la encaló y, tras el paso de Manuela con el zotal y la lejía, la hizo habitable; más limpia que la chorrera de un general, aunque tan humilde como su primera casa, la cueva donde nací yo. Entre aquel hogar y la segunda caseta había un pequeño espacio, sin techo que mi padre dedicó inicialmente y de manera preferente a la obtención de proteínas animales para consumo propio. Él mismo diseñó y fabricó una serie de jaulas; en la primera de ellas metió un par de parejas de conejos. Al poco tiempo iba pasando los gazapos, de la primera jaula a la segunda, y a los conejitos jóvenes, listos para su consumo, a la tercera. A los pocos meses, las proteínas se convirtieron en plaga. No dábamos abasto a comer conejo. Conejo con arroz. Conejo al ajillo. Conejo en salsa de ajopollo. Conejo con patatas. Conejo con…
Eran tiempos difíciles esos años setenta, en los que no había forma de dejar atrás la crisis económica del petróleo, y en los que venía bien cualquier suplemento, en forma de alimento o pluriempleo, a los maltrechos bolsillos de los españoles. Sin embargo, mi padre, a instancias de la mayoría democrática de la unidad familiar, remitió en su ímpetu, cesando poco a poco como criador de roedores.
Pero no es fácil derrotar a un Alcalá como ese. Además de la cosecha de verduras de la huerta y de la cría de conejos, decidió engordar un puerco habilitando la segunda caseta como zahúrda para, llegado el tiempo oportuno, hacer la matanza. El primer año, tras la aciaga fiesta y un tiempo bajo la sal gorda, colgó dos jamones, dos paletillas, dos sábanas de tocino y decoró el techo de las casetas con palos atravesados de los que colgaban algunos chorizos, morcillas, salchichones y butifarras. Las orzas se llenaban de lomo y de chicharrones.
Y así, aquel hecho se hizo costumbre. El día de la matanza, siempre por diciembre o enero, había que levantarse a las cuatro o las cinco de la mañana. A las seis, cuando llegábamos a la parcela, los cerdos acostumbrados al silencio que imperaba, como es de rigor, en los alrededores de un lugar dedicado a la Virgen de la Soledad, chillaban desgañitándose, con afilados alaridos, rajando el velo oscuro de la madrugada, presintiendo el día final, temblando de miedo, aún sin ver al que cada día del año les había alimentado y engordado y a todos aquellos, silenciosa y aterida comparsa, que nos sumábamos como acompañamiento y refuerzo.
El sargento de la cuadrilla era mi padre, pero allí estábamos como ayudantes, soldados rasos algunos de mis tíos y yo. Cuatro o cinco hombres contra el marrano, un animal que parecía, por el tamaño un toro, por los dientes un feroz cocodrilo y por su cara de miedo, un soldado en el frente de batalla.
La estrategia era simple. Mi tío Antonio, ‘capitán, mi capitán’, con vocación de mando y más de una estrella en las hombreras de su uniforme, dirigía las operaciones.
— Tú, Juanito —le decía a mi padre— te encargas de amarrarle el morro cuando lo tengamos agarrado. Tú, Juan Manuel, y tú, Santiago, —nos indicaba a mí y a mi otro tío—, entramos en la zahúrda. Tú que estás fuerte le coges por las orejas, —joder, mi capitán, pensaba yo—, y nosotros dos le enganchamos por el rabo para levantarle las patas traseras, quitándole el apoyo y que no pueda darnos un rabotazo y escaparse. Cuidado con los arreos y las pezuñas. El puerco, cuando nos vea, será una fiera; ten cuidado con las manos—, terminaba mi tío la estrategia para capturar y amarrar al puerco, sin que me sirviera su advertencia de consuelo.
Sabía cómo entrábamos en aquel reducido y maloliente sitio, con más miedo que vergüenza, asumiendo el riesgo de perder una mano con las terribles dentelladas del animal. Pero nunca supe, entre el follón, el ruido, la peste, el ajetreo, los meneos del animal, y las voces de los hermanos de mi padre discutiendo sobre el momento exacto de coger el rabo del bicho, cómo salíamos tanta gente de la cochiquera: retrocedía mi padre agachado con el morro del cerdo atado con una soga evitando el peligro de sus dientes de omnívoro; yo, agarrado a sus orejas como a los mandos de una bicicleta, patinaba sobre los excrementos mientras observaba sus ojos achinados y temerosos; y, en la retaguardia, mis dos tíos levantando el cerdo a pulso por el rabo y evitando con esa maniobra tan básica que el animal, muy enfadado a esas alturas de la operación, apoyara en el suelo las pezuñas de sus poderosas piernas traseras.
El cerdo resoplaba, exhalando como nosotros humaradas de vaho contra el frío de la madrugada, se meaba, se cagaba y chillaba con unos alaridos difíciles de olvidar. Fuera, lo tumbamos encima de una especie de mesa o caballete. Mi padre, algo nervioso en su primera faena como matarife, desenvainó el cuchillo de la funda de cuero donde lo guardaba. Aunque no tuviera el porte de un torero de primera, él era capaz de lidiar vacas bravas y cuernilargas con el valor de los maletillas. El guarro hizo de clarín con sus gritos desesperados; cambio de tercio. Era el momento de la muerte. La punta brilló al cortar el alba. Atrás quedaba la noche y empezaba una fría y nauseabunda jornada.
Sin práctica alguna, y sólo con los recuerdos de su juventud, le hundió el espeluznante cuchillo una vez; y nada. Y otra vez, no sé si en el pecho o en el cuello, sin acertar y sin que brotara la sangre del animal. A mí me pareció, en aquel macabro momento, que lo hirió cuatro o cinco veces, si no ocho o diez, no sé —es posible que exagere—, hasta que el cuello del cochino eyaculó su alma roja y caliente hasta una olla enorme donde una mujer, mi madre o cualquier otra —a esas alturas yo ya no veía del mareo que me producía aquel chorro de sangre espesa y humeante—, la removía para evitar que se cuajase y estropeara como ingrediente básico de las morcillas. Después venía su cita con los barberos y cirujanos de la matanza, el afeitado en la artesa de madera y la disección del animal según las reglas clásicas de la matanza del gorrino.
El olor intenso a muerte se extendía por las casetas, por la parcela, inundando de una peste terrible los alrededores de la Ermita; incluso —me parecía a mí—, la ciudad de Parla entera desprendía ese tufo. A los pocos minutos yo mismo me notaba impregnado de la misma pestilencia. No era Parla la que olía a matanza; era yo. La ropa que llevaba, las manos y el pelo, el sudor mismo, despedían de manera casi indeleble un aire fétido que se fijaba en la nariz y en la memoria…
¡Qué horror! Durante cuatro o cinco días, a lo más una semana, me volvía vegetariano. Pero a la semana siguiente, olvidado ya el hedor de la carnicería, el nauseabundo espectáculo del vientre abierto del animal, el mondongo colgando y las vísceras seccionadas, alejado del aroma del pimentón y la matalahúga, el lacrimoso vaho de los cestos de cebolla hervida, de los efluvios repugnantes que desprendían los lebrillos rebosantes de tripas e intestinos, olvidado el clamor y los rugidos del cerdo, volvía, inevitablemente, mi amor por la longaniza y esa locura gastronómica que me invadía ante la orza de los chicharrones, una fritanga con las vísceras del animal, la asadura, riñones, pulmones y corazón todo ello cocinado en una mezcla de manteca y aceite de oliva. La fritura se guardaba en una orza donde se solidificaba la grasa uniendo los trozos de casquería como un hormigón gastronómico. Los chicharrones suponían, durante los rigores del invierno, una inyección formidable de colesterol.
El caso es que mi padre, que empezó el primer año matando un animal, acabó al tercer año, según una brutal progresión aritmética, matando como un torero fino cuatro guarros enormes, como pollinos. Y digo acabó, porque aquel invierno se pasó. Los palos y varas de la caseta apenas aguantaban ocho jamones, ocho paletillas, ocho sábanas de tocino, cientos de chorizos, morcillas, butifarras, salchichones. Aquello parecía un matadero industrial. Mi madre se lo advirtió; ni en tres años seríamos capaces de acabar con aquellas provisiones. Se pasó y se lo dijimos: era una exageración, propia de los Alcalá para con los suyos. A pesar de todo, cedió. Nunca más volvió a criar cerdos.
Al poco tiempo, la parcela desapareció como realidad jurídica, absorbida por una Junta de Compensación y el sueño de las filas de chalés adosados que habían proyectado los ingenieros. Cuando empezó a inflarse desmesuradamente la famosa burbuja urbanística, gracias a la voracidad de los que gobernaban los ayuntamientos —en este caso socialistas y comunistas—, mi padre vendió la nueva parcela que le adjudicaron a uno de los más cresos del pueblo; a pesar del resultado económico de la operación, nunca olvidó las alegrías que le procuró aquel pequeño trozo de tierra prometida, su pedazo de paraíso, a medio camino entre la huerta de su aldea y la necesaria granja doméstica. Eso no tenía precio.
Ahora, en su ausencia, embargado por la tristeza y con la amenaza de ahogarme en lágrimas, recuerdo con nostalgia la desazón que me provocaba la matanza de Parla, temiendo que, acabado el verano, llegaran los fríos, el mes de diciembre y, sobre todo, el día señalado como inevitable ‘san martín’. También añoro el sabor de los jamones y las paletillas que mi padre curaba cuando el aire frío se adueñaba de Parla como si fuera la sierra sur de Jaén; aún siendo las extremidades de humildes cerdos blancos, criados —todo hay que decirlo— solo con maíz y otros cereales molidos, no tenían nada que envidiar a los que llegaban a las Galerías Comerciales con la etiqueta y la fama de Guijuelo o de Jabugo.
Y qué les podría contar yo, solo con palabras, del salchichón de Parla, fabricado por mi madre al estilo de la sierra sur de Jaén, allí donde nacieron ambos, en la Ribera Alta, entre Alcalá la Real y Frailes.
© Del libro inédito ‘La cocina de Alcalá‘. Una serie de relatos, autobiográficos y de ficción, acompañados de las recetas de los platos más habituales en la cocina de mis padres, auténtica, humilde y tradicional, con las características e ingredientes propios de la frontera entre el reino cristiano de Jaén y el nazarí de Granada. Gazpacho de segadores, patatas con orègano, guisado de boquerones, pollo con almendras y azafrán, arroz con lomo de la orza, el remojón o la pipirrana…
Juan Manuel Alcalá Perálvarez nació en la Ribera Alta en 1959, aldea de Alcalá la Real, Jaén]. El año pasado publicó la novela ‘Las muecas de los días‘. Anteriormente ha publicado dos libros, ‘Crónica de un viaje al ayer‘ (2012) y ‘Getafe Capital del Sur, 2003-2008‘ (2009), edición esta última agotada y que puede adquirirse [a precio de oferta hasta el día 31] en una web de objetos de colección y libros descatalogados. En 1982 publicó tres relatos en el volumen ‘Primeros Cuentos’, libro prologado por Andrés Sorel y editado por el Ayuntamiento de Getafe, edición en la participaron otros autores como Mariano García, Manuel Antonio Martínez Castillo o Emilio García [disponible en Biblioteca Ricardo de la Vega de Getafe]. Además de haber editado y dirigido varios medios de información local y comarcal, desde el año 2005 mantiene en internet el blog ‘Getafe Capital del sur‘ con numerosos artículos de corte histórico, social y político.