OPINIÓN

La Casa de San Juan

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♦  El niño que descubrió su sombra en la puerta de la casa de San Juan se llevó un susto de aúpa. “Hay un niño que me persigue”, y las hermanas se meaban de la risa. Era el más pequeño de una unidad familiar extensa. Padre y madre, de unos cuarenta y pocos años, con cinco hijos, todos menores. La casa de San Juan se encuentra en medio de la finca de la Cornatilla, en medio del campo, cuatro kilómetros al norte Villanueva de Perales y cuatro kilómetros al sur, por del camino de los Quemados, de Villamanta.

Una casa de labranza grande y sola, sin agua ni luz, que durante unos años en la década de los sesenta del siglo pasado se cedió para que la familia del huertano pudiera vivir, a cambio de hacer guardería de la finca, llevar la huerta y demás labores de mantenimiento.

No fueron buenos años para la madre. Estaba criando con sus pechos. Una culebra se metió en la casa, todos la buscaron y nadie la pudo encontrar. Se decía que a las culebras les gustaba amamantarse con la leche de las parturientas dormidas. Y como única solución, para su tranquilidad, en el dormitorio del matrimonio, en donde se encontraba la cuna, se dejó una línea de ceniza para poder saber si el reptil había pasado por el dintel. Pero no era el pequeño el único que daba guerra.

¿Por dónde pasamos la barranca cuando vamos solos al colegio del pueblo? ¿Cómo cargamos con la leña?… Llamar al tío Mañas y el os lo dirá. Hemos gritado “Tío Mañas, tío Mañaaas” y nadie ha aparecido. ¿Habéis cargado con toda la leña y pasado solos la barranca de las escurrideras? Pues ya conocéis al tío Mañas.

Venían del médico del pueblo, con la niña de las coletas montada en la borrica, cuando se produjo una gran tormenta, los arroyos de desbordaron y, por atajar, se metieron por un monte donde la caballería se quedo atrapada en el barro y la madre casi también; ella cogió en brazos a la criatura y se parapeto en el brocal de un pozo, que tenía un pequeño techado de mortero, apretando fuerte a la hija, no se fuera a caer por el agujero negro o, por el otro lado, no se la llevaran las torrenteras.

Un pastor viejo y solitario vivía en un cuarto que daba a la parte trasera de la casa. De sol a sol andaba con un pequeño rebaño de cabras y de ovejas. De anochecida, la madre le preguntaba por si quería algo caliente para la cena; el hombre siempre le contestaba: “Hoy un pucherillo de patata” o “esta noche patata puchero”. El pobre hombre hablaba poco y jamás varió la dieta: “puchero patata, patata puchero”.

Luego estaban las noches en las que el padre se iba a cazar, dejándola sola con sus cinco niños. La luz de los quinqués. Los ciempiés bajo las almohadas. Ir a por leña, hacer el cisco. Los arrieros desconocidos que se paraban en la puerta y pedían agua, con ese olor a sudor y esa mirada.

Pero lo que más les fastidiaba a todos era el martinete del miedo y la dictadura. Porque en la casa de San Juan había un duende travieso y puñetero, un martinete fascista que jugaba por los ‘sobraos’ a media noche, realizaba misteriosas apariciones, objetos andando solos y manos invisibles que rompían los cacharros, revolvía las camas, trastornaba los muebles, tiraba piedras y repartía palos y bofetadas. A mala uva, a la hora de comer, escondía las trébedes de la chimenea de la cocina. Algunas familias, hartas de sus fechorías, se habían mudado de la casa. No era siempre la solución, pues los duendes de la miseria -fieles o pertinaces, según se mire- no dudaban en seguirlas a sus nuevas residencias llevando, incluso, algún objeto olvidado del ajuar doméstico, como un crucifijo o cazuelas. En esas épocas había que tolerar, sufrir, soportar, sobrellevar, permitir, transigir, admitir, aceptar… dominarse, resignarse, reprimirse, contentarse, sacrificarse, fastidiarse y padecer.

Hace unos años me pasee por las ruinas de la Casa de San Juan. Junto a la quebrada de mis primeros juegos crecen unos álamos blancos muy hermosos. Todo el cerro está plagado de conejeras. Sorprendí a una perdiz que acababa de sacar de los huevos un puñado de perdigones que la seguían, casi en fila, de tropiezo en tropiezo, por ese paisaje sobrio y profundamente triste.

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