Esa, la primera vez, no se fijó en los tordos muertos en las orillas de los sauces. Que tiempo después esperaría con impaciencia, en su monótono trayecto de por las mañanas. Descubrió, en un ataque irracional de valentía, la cara ante el valle. Aún cargado de flores y tuercas colgantes, de las ramas más altas de los álamos, ya no se veía nada. No lo comprendió –en los primeros segundos- luego más cuerdo no volvió a descubrir, su cara al mundo de por vida. No, no vayan a pensar que por venganza… no por defensa, no por hipocresía, no por miedo crudo, no por cobardía… sino más bien por cordura. Asintió la Eulokia al unísono por cada una de sus vacuas paredes.
Nunca hasta aquel largo amanecer comprendieron el porqué, de toda esa chatarra sobre el valle. Sabían que con el tiempo se había de convertir en un sórdido techo, que les incomunicaría de lo único ajeno; la única luz aún no asimilada y que todo irremediablemente sería tragado, mordisco a mordisco; con placer pero sin alegría, hasta convertirse el propio paisaje, en una civilizada cadena intermedia de una grandiosa y hambrienta Eulokia.
Las calles desiertas antes, ahora despertaban, al son de innumerables pisadas, acompasadas que producían inconscientemente, los asqueados peatones. Las persianas se recogían para dejar paso a la moribunda luz del amanecer, en los malolientes cuartos de los hombres. Mientras, la Eulokia se habría puntualmente, ante todas esas caras confusas y casi aterrorizadas, en el fondo resignadas, de los desamparados operarios del valle.
Cada uno sabía perfectamente su misión, para el resto de día, y disciplinados recorrían sistemáticamente las venillas en forma de pasillos, de la gran madre del valle. Los trabajadores de todas las secciones, comenzaron su tarea sin distracción. La incesante actividad de la Eulokia, tan solo se detenía durante cinco minutos. En la hora de la alimentación; era digno de presenciar aquel espectáculo. El movimiento seco y sincrónico de todas sus gargantas previamente ensalivadas, se estiraban ante la aparición de los agujeros que se abrían regularmente a lo largo y ancho del techo de toda la factoría, y que dejaban caer capsulitas multicolores. Con tal precisión que fueran a parar, tres por boca. Los operarios, a la hora de la salida caminaban por lo regular, taciturnos y encorvados hacía sus pequeñas chabolas. Y escudriñaban temerosos al cielo, para comprobar el avance de la chatarra sobre el valle. Se trataba de una comunidad de hombres solos en perpetua compañía, sin intimidad. No era extraño que alguien se liara a dar palos y gritos, sin previo aviso y los asesinatos a sangre fría, no alteraban en lo esencial al sistema neoliberal de la gran Eulokia. Como lamentables, pero intranscendentes sucesos aislados, serían considerados en los comunicados que hacían circular regularmente los misteriosos ideólogos y directivos del valle.
Era un turbio amanecer en el que el tonto del valle, tuvo que huir de su puesto de trabajo y de las piedras que le arrojaban por intentar llamar por teléfono a su tía, aún a sabiendas de qué, el valle dejo fabricar tal artefacto por inconveniente y poco práctico… ¿Pues, a quién en su sano juicio podría interesar abandonar su cometido, para comunicarse con otro ser humano?… Llegando a las largas y alisadas faldas de las montañas, se le ocurrió recoger flores. De entre los socavones de la chatarra, aún se filtraban transparentes algunos tibios rayos de sol.
Cuál fue su sorpresa, al no encontrar en el valle, ni una sola amapola. Buscó durante semanas, registró metódicamente cuanto desfiladero, cuanta colina bordeaba a la Eulokia. No había duda, las rojas amapolas habían desaparecido del valle. Las suplantaban ahora verdes pero robustos tallos de material plástico de los cuales florecían, las más diversas clases de tornillos y tuercas. En una de sus impremeditadas manías, se sentó sobre una gran tuerca que, flamante e inoxidable, florecía en una apartada colina. Y temeroso, con cara estúpida, recordó los días en que despejado y fresco como un álamo recorría alegremente su sección preguntando a cuanta cara sin rostro se le aparecía: Oye perdona, ¿tienes un teléfono a mano?, es que quiero hablar con mi tía… Pensó en su viejo jardín, el mismo que cuando niño jugaba con las amapolas, y hasta en las comidas de cuchara. Aún no sabe nadie, por qué peregrino engranaje de ideas, como una ráfaga de luz inesperada, se sorprendió cuestionándose… Si las amapolas han desaparecido, existe la posibilidad de que hubieran desaparecido más cosas… A partir de ese instante, sobre la gran tuerca, el tonto del valle, se tomó por primera vez en su inocua vida, algo en serio; sería “El Investigador del Valle”. El nombre le gustó y saltó de contento.
Pasaron tranquilas las semanas para el tonto del valle, en aquellos tiempos en que ejercía de investigador. Todas las mañanas, con el rostro radiante, por la enorme responsabilidad que el mismo había adquirido, salía de su escondida cueva, para cambiar de lugar la estaca. Que clavaba para comprobar lo que había avanzado el techo de chatarra sobre el valle. Por fin redacto un informe más o menos preciso, que venía a decir: “Bichos con pelo – desaparecidos. Cosas verdes – pocas y disminuyendo. Cuervos – todos. Zorzales todos. Tórtolas –todas. Ángeles – desconocidos. Alondras -todas menos tres.”
Agotado por el esfuerzo se echó una siesta. El tonto del valle, despertó gritando y horrorizado. El arbusto en donde horas antes se había apretujado para dormir, ahora aparecía convertido en una preciosa mesa de aluminio, sobre un asfalto de metacrilato que uniforme y sin mancha, cubría la suave ladera y el pequeño arroyo que poco antes le rodeaban.
Corrió como un diablo escandalizado y continuo gritando como un cerdo, hasta tirarse con sumo deleite, a uno de esos ya, casi desaparecidos pero encantadores charcos de barro… Necesitaba sentir el lodo en su piel, mascar granitos de tierra sucia… aún no sabía porque, le daba tanto miedo esa limpieza artificial de la Eulokia.