► Vuelan las palabras para sembrar los versos en la tierra y una cayada, labrada a navaja, dibuja veloces trazos sobre la arcilla seca
JULIÁN PUERTO RODRÍGUEZ.— La luz tenue revela una sala repleta de manos aleteando sobre el noble edificio de papel prensado. Buscan, en el aire, la composición que llena de palabras el ahuesado espacio. Páginas del poemario aprendido de niño chico, de cuando jugaban junto a la Cañada Real Leonesa. Camino que trassantiel fuera trasiego de hombres. Apellidos y motes que subían y bajaban, de norte a sur y de sur a norte, entre el juramento de los arrieros y el voto de los pastores.
Surgen las palabras, unas tras otras. Un orden calculado las vuelve sonoras en la voz acompasada de los rapsodas. Sobre todas ellas, con una naturalidad dramatizada, surge potente el verbo fluido del amigo poeta Manolo Romero. La misma ilusión con la que brotó el agua en las cocinas nuevas. La misma seguridad con que el prodigio volvió a la vida un cuerpo muerto, sujeto a la placenta de Guareña, agarrado al redoble de campanas y al vuelo de cigüeñas.
Damián Retamar busca, en la realidad de esas mismas paredes, la infancia perdida. En el papel de las letras rimadas posó la mina del lapicero, el negro espeso del carbón prensado y el rojizo pardovioláceo de la sanguina y la naranja. Después las plazas y las calles dejan ver las figuras de entonces. Todas las puertas llevan a los amigos y la familia, a los olivares y las viñas, a los pardos labrantíos de las vegas, a los tímidos arroyos y a las lomas, a los nidos de los jilgueros chivones. Sitios todos donde cada mañana es un nuevo día. Donde los pájaros despiertan conciertos de ocarina cada alborada.
Una visión anterior que conserva la esencia de antaño y el recuerdo de Luis Chamizo, el poeta de oficio extremeño y modernista. Aquella ocupación pudo salvarle la vida en la guerra incivil española. Luz de verdugos capaces de terminar con periodistas como Braulio Ducasse, llenando de artículos no escritos el serpentear de las cunetas. También, de alguna forma, estaba presente José Hierro, poeta de la posguerra, que iba y venía con versos ocultos bajo sus ropas. En sus ojos la oscuridad de la celda, el reflejo vertical de las rejas.
Cómo copian los bandos la iniquidad y la ignominia. Cómo desprecian la primavera esplendorosa y cálida que asoma al alba. Cómo escupen las palabras ajenas, aquellas que no aplauden sus himnos y sus banderas: ¡Beato, poeta traicionero, cedista, delator! o ¡sin Dios, poeta rojo, revolucionario, cabrón!. Órdenes de odio. Verdugos que cuando descansan hablan de amor para luego hacer la guerra: ¡Vuestras plumas son peores que las ráfagas de un fusil! Ite in pace.
Manchas de sangre y muerte sobre las blancas flores de las jaras que crecen bajo los chaparros, robles y los floribundos algarrobos. Asustada la fauna encelada de fringílidos, de tórtolas, alondras y cogutas. La miel negada a las abejas y las bellotas al macho jabalín, ajenos ellos a las contiendas. Las madres rotas, labran que te labran, sobre las eras. Los postigos entornados, el lazo negro en la verja.
Cómo iban a saber los labradores extremeños que comenzaron a uncir los bueyes, que iniciaron el arado en las fértiles vegas arenosas, que después de las plantaciones y las siembras llegarían los brutos sanguinarios a regar de sangre la tierra? ¡Qué vergüenza el pavor de aquel desmadre!
No es cuestión de cerrar los ojos al dolor y al llanto. También hubo silencio en aquel punto diminuto de la piel de toro. También allí diestros y siniestros clavaron el veneno del jerrón, la puya del picador, el arpón del banderillero. También allí, hermano contra hermano, desgarrando la camisa blanca de la esperanza.
Pero a Manolo Romero y a Damián Retamar les une la visión feliz de la infancia en Guareña. La vida en brisa fresca que se cuela por la ventana. Siempre Guareña interiorizada en los genes que sin querer, sin sentir, dejan salir palabras y dibujos que huelen al verdor del parque, al susurro de los edificios.
Vuelan las palabras para sembrar los versos en la tierra y una cayada, labrada a navaja, dibuja veloces trazos sobre la arcilla seca.
Garlito, garlear,
horca y biela,
me lo aprendí de niño
chico en Guareña.
Anda! Mira Manolo. No es aquel Pepe Viyuela, el payaso sin fronteras? Toma!, qué jodío! Viene con la cabra y la escalera, con el oso mayúsculo y la mona.
Y el chasco: el oso ansioso, la mona deprimida,
y la cabra comiéndose las nóminas.
El tornado es un búfalo que ríe
con ráfagas satánicas…
(vuelan las papeletas de la rifa…)
Viyuela, asido al mástil, vocifera:
¡aguantad! ¡aguantad!…
FOTO.- Laurent Fernández. Manolo Romero con Julián Puerto. 2017. Sobre “Guareña Siempre” de Manolo Romero y Damián Retamar. Beturia Ediciones. Madrid, 2017.