En 1968 en Paris había estallado la revolución del Mayo francés y las flores crecían bajo el asfalto. En Villamanta yo tenía seis años y se me habían acabado las vacaciones de la infancia, por los campos y las calles del pueblo. Tenía que ir al colegio. La escuela de los pequeños estaba detrás de la iglesia de Santa Catalina, junto al campanario. Después de tomar mí leche con pan migao, sobre la piedra, delante de la puerta de mi casa de adobe en el Cerrillo, subía la cuesta hasta el atrio con más miedo que vergüenza. La profesora se había fijado en mí desde el primer día y me tenía manía.
El caso es que de la Enciclopedia Álvarez, me quede varado en la lectura de los Reyes Magos. Había realizado miles de palotes y conocía todas las letras del abecedario. Pero algo se me atragantaba en la página de la historia de aquellos reyes, no terminaba de comprender y me atrancaba en los primeros párrafos, no sabía leerlos. Tal vez fuera porque jugando en el corral de los vaqueros, unos días atrás se habían reído a sus anchas de mi tontería. Estaba pasando una mala racha.
Los vaqueros tenían seis o siete niños y niñas, algunos mayores y otros aun más pequeños que yo. Todos medio rubios y muy traviesos. “A que no le enseñas la cola a nuestra hermanita pequeña” “Venga dejarlo y vamos a coger nidos, ¿vamos al puente Méntrida o a la estación?”. Y venga otra vez insistiendo rodeándome todos. “¿Por qué no cogemos las alcotanas y ampliamos los túneles del zarzal?” Total que les enseñé la pilila, y el cachondeo fue de órdago. Me prometí nunca más jugar con los niños de los vaqueros.
Y así estaba sentadito en la escuela, copiando la página de los Reyes Magos en mi cuadernillo, mientras le daba vueltas a mis problemas. Cuando de pronto la profesora me arreo un manotazo en el lapicero que se fue al suelo. “¿Que estabas haciendo?” a mi esa señora me daba muy mal rollo y comencé a temblar. “Escribiendo con la siniestra ¡Zocato¡ Lo que le faltaba a esta joyita”. Me hizo recoger el lapicero y me lo puso en la mano derecha “escribe”. Para mí eso era imposible, no me negué simplemente no podía. Después de un buen rato y algunas lágrimas, se acercó a su mesa oscura y mucho más grande que nuestros pupitres y de un cajón saco un trozo de cuerda gorda. Me ato la mano izquierda al respaldo de mi banco y repitió, colocando los dedos de mi mano diestra; “escribe”.
Allí comenzó el calvario; todas las mañanas me ataba la mano a mi espalda y yo garabateaba temblorosos laberintos gráficos. Yo me moría de vergüenza. En casa no dije pío y así me tire la primera semana. El lunes siguiente antes de ir a la escuela me fui a la cuadra a dar de comer miga de pan a los renacuajos que capture en la charca de las huertas. Los tenía acondicionados estupendamente en una palangana blanca con una piedra en el centro cubierta del agua verdosa en donde habían nacido. Aquello fue un golpe que me dejó absolutamente perplejo, con más misterio que los Reyes Magos; habían desaparecido. La noche anterior, cuando les di de comer, estaban estupendos y hasta les habían crecido las patas y la cola se les estaba metiendo para dentro y aquella mañana la palangana con su piedra semisumergida por el agua estaba totalmente vacía. Ni un solo renacuajo.
No sé de dónde saque la ocurrencia, tal vez la misteriosa desaparición o la rabia acumulada por aquella tortura ridícula. El caso es que cuando entre en la escuela me tumbe boca arriba en el suelo, entre las filas de pupitres y me quede muy quietecito y muy serio. El jolgorio de todos los niños cuando entro la profesora se escucharía hasta en la iglesia. “Pero que haces ahí tirado, vamos levanta”. Y yo ni un pestañeo, carcajada general. “Zocato levanta y tengamos la fiesta en paz”. Pitorreo general, total que me pillo por la oreja y me ato la mano izquierda, me puso el lapicero en la mano “a la diestra del señor” y me dijo: “escribe”.
A partir de aquel día se repitió tal cual toda la escena cada vez que entraba en la escuela. Al principio mis compañeros se reían pero con el tiempo comencé a notar un extraño respeto ante mi resistencia pasiva. A las diez y media, antes del recreo, nos sentaban contra el muro del atrio de la iglesia y a cada uno nos repartían una botella pequeña de vidrio de leche Clesa. Uno de los últimos restos del plan Marshall, supongo. Casi todos llevábamos en un papelito doblado de casa con un poco de azúcar, que embocábamos en la botella hasta que se deslizaban los granos y luego la revolvíamos con el dedo haciendo de tapadera. Aquello nos divertía, esta es la verdad. En aquellos juegos varias veces, distintos niños me decían: “Muy bien Manolito, si ella te ata, tu al suelo, no te rindas”.
No tengo consciencia de cuantas semanas duró, lo de atarme la mano izquierda. Pero recuerdo que todos los días, hasta el último, la profesora me tuvo que levantar por las patillas y que en toda la clase ya no se escuchaban risas sino un enigmático silencio, ahora sé que era de solidaridad. Lo más chusco del caso en que la profesora también tuvo su pequeña victoria. Ahora escribo con la mano derecha, pero escribo las letras al revés. Las termino por donde todos los diestros las comienzan. Cuando alguien por casualidad me descubre esta enmarañada forma de escribir a mano y me pregunta ¿porque lo haces tan raro?… yo les suelo responder: “ni atado te lo voy a decir”. Ya no me importa, puedo hacerlo público, es un descanso.
Fotografía:
http://www.desdeelrincondeademuz.com/2012/02/de-las-escuelas-y-maestros-del-rincon.html