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Cuando abandonas los campos de girasoles y los suaves contornos de chaparros y espliego de la Alcarria conquense es cuando entras en el Estrecho de Priego, definitivamente.
El río Escabas rompe la sierra en un espectacular tajo vertical, abriendo paso a una profunda Hoz, en cuyos márgenes entre los bosques de galería y las cascadas que se aceleran ruidosas, entre la estrechez de las rocas y el aire, comienza a oler a río y a libélula; aquí se encuentran los restos de los molinos harineros y unos huertos que dan gloria. Arriba, a cientos de metros sobre nuestras cabezas, está el Convento de San Miguel de la Victoria (se construyó por la batalla de Lepanto), junto a los halcones peregrinos y los buitres, rodeados por los pinos y un oloroso sotobosque de boj, majuelos y espinos, desde donde se puede otear toda la amplia y ondulada Alcarria.
Siempre que pasamos por este desfiladero me acuerdo de la novela de José Luís Sampedro y de los gancheros que, hasta no hace mucho, bajaban los pinos por estos rápidos de la sierra hasta Aranjuez.
Cuando entras en la villa de Priego, hay dos talleres de cerámica, uno frente al otro con la carretera por medio. Se llaman “Jesús Parra Luna” y “Julián Parra”: son familia y competencia directa desde hace décadas. Cuando paramos, nos abastecemos de fuentes para ensalada, cazuelas de barro, cántaros decorativos, botijos. Y siempre compramos en los dos. Desde la puerta, ambos calibran por el tamaño de las cajas y las bolsas que dejamos en el maletero quien ha hecho un mejor descuento o ha sabido ser el más persuasivo.
La siguiente parada es la panadería de Justina, en Cañamares, donde compraremos el pan y el agua, las cervezas, y hasta el tabaco para pasar todo el día por la sierra, y también sus imprescindibles tortas de cañamones.
Después viene el trazo rojizo del mimbre, con sus varillas en forma de cono secándose, al lado del aún verde, bien enraizado en la tierra. Desde este punto uno puede seguir a la Hoz de Beteta, con la fuente de los Tilos, donde nos echábamos la siesta al arrullo del agua y las hojas de los arces y los avellanos. ¿Qué nombre tendrá el sonido del roce de las hojas de los árboles, mecidas por el viento?… La pequeña ruta botánica, donde mi hija, muy pequeña, y yo, mucho más joven, descubrimos a la vez la carnosa planta rastrera del Jambón que servía, en los años del hambre, para teñir la ropa y hacer velas. Y llegarse a Solán de Cabras, a la Laguna del Tobar o a las Torcas de Masegosa. Existen muchas rutas secretas por estas viejas serranías.
Hay una pequeña leyenda familiar que nos habla de la ‘Reina de la poza’. Se dice que en un punto indeterminado (entre los distintos regatos que forman caprichosas piscinas naturales en el curso del Escabas, entre la aldea de la Herrería, confundiéndose ya en el río Guadiela donde se asoma el final de la impresionante Hoz de Tragavivos y por el otro lado Fuertescusa y Poyatos, tal vez pasando la boca del diablo con sus tres ojos abiertos en la roca) hay una poza especial, a la que tan solo se puede llegar, tras varios kilómetros de camino atravesando media docena de veces sus frías aguas, entre las delicadas flores del té de río y las ajedreas.
Se dice que la ‘Reina de la poza’ fue por primera vez con menos de dos años, a las espaldas de su padre, que llevaba una enorme nevera de plástico azul en una mano y dos tallos de espliego cogidos del camino en la otra, y que ella se otorgó directamente el título desde el primer momento que se sumergió chapoteando en su poza, y que volvió desde entonces en cientos de ocasiones, aunque últimamente la frecuenta menos. Ahora anda por las costas de Islandia persiguiendo en un barco enorme ballenas jorobadas y auroras boreales. Pero todos sabemos que la ‘Reina de la poza’ instintivamente supo de su vocación por la naturaleza y la biología, desde que a tan temprana edad sintiera una felicidad nueva al sumergirse en el agua de esta poza, en concreto, y ver aquel pino que aún continua creciendo en el centro de una roca. En el corazón de la serranía de Cuenca.