Hace más de dos años que por fin se murió Leopoldo María Panero. Lo cierto es que como se nos llevaba muriendo desde los años setenta del pasado siglo, cuando entró por primera vez en un psiquiátrico, parece que aún continuara vivo en alguno de ellos. Su hermano Michi decía que tendría que hacer “La guía de los loqueros de España”. Recorrió durante más de cuarenta años, más de quince, repartidos por toda la geografía de este país.
Estudio Filosofía y letras, Filología francesa, conocía el inglés y el alemán; se había leído a Lacan y todo lo que contenía letra impresa. Tenía una sólida cultura humanística. En una España franquista y ágrafa. Fue uno de los novísimos y todo el mundo tenía grandes esperanzas depositadas en su talento. Hijo de un poeta del régimen, terminó militando en la extrema izquierda y por fin en la cárcel. Llego la película “El desencanto” de Jaime Chávarri, frecuentó el alcohol y la heroína. Y se perdió en su malditismo cultivado hacia el interior de su mirada de loco. Un poeta con tanta lucidez. “No hay pruebas, el crimen perfecto, siempre triunfa” farfullaba para después sacar la lengua y arquear las cejas. A veces se quedaba muy serio, mirándose detrás de sus pupilas, tanta soledad con tanto discernimiento.
Se escapaba de los hospitales y dormía en los sofás de sus cada vez más asustados amigos. Daba sablazos a los editores y se embarcaba en bacanales hasta perder el sentido. Pero seguía escribiendo y leyendo, como seguía enamorado de su aristocrática madre y odiando a esa España que continuaba dando bandazos sin él.
Fue muy desagradecido, con las muchas personas que durante tantas décadas le admiraron y recibió ayuda. “No busques los ojos al sapo… / Vamos juntos los dos, a ver el sapo… / cómo el ser se rinde a la sombra del sapo”. Se sentía víctima y se ofrecía como tal. Sus películas y los vídeos que le grabaron son patéticos. Un payaso trágico, fumando y bebiendo coca-colas enloquecido. “Yo que nací del excremento / te amo / y amo posar sobre tus / manos delicadas mis heces”.
En realidad con su muerte, se cierra el esperpento de la familia Panero. El espectáculo de sus películas, documentales y apariciones en televisión. Se habla de él y se le visualiza, pero se lee muy poco a este enorme poeta. Un grito esencial más que una voz propia, que nos ha dejado los versos más potentes, para mi gusto, de todo el siglo veinte.
Nadie ha sentido tanto asco y desapego por la vida y un miedo tan atroz a la muerte. Ahora por fin uno se lo puede imaginar fumando y bebiendo tequila, riendo junto a Pessoa, el esquizofrénico de los heterónimos y meando en la acera con el neurótico bipolar de Valle-Inclán.
Consiguió hacer de su vida un infierno. “Curarse es como desprenderse de una parte de uno mismo. Y en eso no estoy de acuerdo”. Pero jamás perdió la lucidez y su extraordinaria facilidad de crear imágenes y sintetizar emociones humanas con las palabras. “No sé si tortuga o tumba / muerto o vivo, muerto o vivo / no sé si ángel o /desastre / muerto o vivo, muerto o vivo / no sé si espíritu u oruga / muerto o vivo, muerto o vivo”.
Muchos le recordaran como un albardán loco y verborreico. Pero estoy seguro que cuando pasen cien años nadie se acordara de su esperpento ni de muchos de nuestros actuales académicos. Pasará el difícil examen de la memoria, Leopoldo María Panero, será leído con atención y respeto por las generaciones futuras. Y si no me creen, denle tiempo al tiempo…