Los seres humanos que ahora residimos, con un contrato temporal, en los campos y ciudades en donde vivieron Cervantes y Homero, Shakespeare y Platón, andábamos por el 2007 en Europa en un estado del bienestar, que con todas sus imperfecciones nos mantenía viva la esperanza en el futuro. Llegó una crisis económica y un empuje de las tesis “neoliberales” que, con las nuevas tecnologías y la globalización, hoy ya en el 2017 es una crisis de tipo social y hasta existencial.
La gente, en especial las que se creían “clases medias” (autónomos y asalariados) comenzó a perder sus empleos, su seguridad. Algunos perdieron parte de su sueldo, otros perdieron su casa. Todo se convirtió en algo más precario y menos predecible. Los jóvenes sin expectativas de futuro, emigraron los que pudieron. Se deterioraron la sanidad y la educación, se perdieron los convenios colectivos y todo lo demás. A estas alturas sabemos que ya nada será igual. Aunque muchos no lo quieren reconocer, porque el miedo es libre. Y todos tenemos nuestro derecho al autoengaño. Estamos pasando del capitalismo productivo al capitalismo financiero. Vamos hacia un sistema que engendrara una sociedad más cruel, menos solidaria y más desigual. En el capitalismo productivo se creaban bienes de una forma tan imparable que podían llegar a todos. Pero en el financiero especulativo cuando uno gana muchos (no se sabe dónde, ni cuanto) irremediablemente pierden.
El caso es que estamos en el punto en que tenemos la seguridad de que nuestros hijos vivirán peor y en un mundo con más desigualdad social, y con menos estado de derecho. Esto a muchos les llevo a la indignación y ahora creo que nos intentan llevar lentamente a la melancolía del puro y duro “malestar”.
La crisis que comenzó siendo económica y financiera se ha convertido en algo viral y mucho más abstracto. Todo el mundo habla de ella y se siente zarandeado por sus consecuencias. Pero realmente no sabemos hasta dónde llegará ni adónde nos lleva. Algo se ha terminado y nunca volverá a ser igual, pero nadie sabe qué debemos construir a partir de ahora.
El ser humano siempre ha luchado por administrar el tiempo. De ganarlo, de asegurarlo, de protegernos de él. Saber gestionar nuestro pasado disfrutando del presente, intentando asegurar nuestro futuro, anticipándonos a las desgracias para eludirlas, e intentar conocer lo desconocido. Y la crisis nos devuelve a un estado de inseguridad siniestra, que no sabemos cómo controlar.
Vivimos en una desgracia colectiva en la que no podemos decir que esa desgracia nos la debamos a nosotros mismos. Nos sentimos inocentes y por eso nos indignamos. Nosotros hemos cumplido con todo lo que nos pidieron en el contrato social. Dimos estudios a nuestros hijos, trabajamos con esfuerzo y consumimos nuestros sueldos en lo que nos dijeron que había que hacerlo. ¿Por qué desde el exterior y casi por sorpresa nos cayó esta deuda tan inmensa?
Nuestras élites y nuestros representantes nos han estafado, nos han chuleado, no han respetado el acuerdo social, se han burlado de nosotros. Sí, eso está muy claro, pero tenemos un problema, parece que aún en nuestra cobardía no hemos aprendido a saber el significado de la palabra “demasiado”; todavía no sabemos cuándo será demasiado.
Estas circunstancias históricas y sociales llevan a los individuos de estas generaciones, que andamos viviendo por estos tiempos, a desarrollar nuestra experiencia de ser “indeterminados”. Nunca sabremos quiénes somos realmente. Y hemos de convivir con esta incertidumbre. Tenemos unos sentidos estupendos para tratar de identificar el exterior pero hacia nosotros mismos, hacia dentro, hay algo que sentimos extranjero e inconsciente que tampoco sabemos controlar. Y es que en el fondo a los seres humanos no nos gustan los conflictos ni los problemas. Preferimos ocultarlos y vivir superficiales evitando la pesada responsabilidad de participar en las soluciones. Por eso nos encanta ponernos debajo de alguna bandera, hacernos socios de un club de fútbol o seguir dentro de las masas a cualquier líder que nos lo ponga sencillito.
A los individuos nos encanta echar la llave de nuestra casa y no compartir nuestras miserias y nuestra ignorancia, que podrían resultar armas útiles en nuestra contra para los demás. Es una insensatez porque sabemos que fracasaremos; el dolor, la enfermedad, los remordimientos, el desamor y la muerte, terminan por abrir todas las puertas. Pero la cobardía vence a la inmensa mayoría. Todos andamos con nuestros intereses particulares, con las bragas sucias y los calzoncillos amarillentos en secreto, tirando de aquí o allá, buscando la solución más sencilla y así nos va.