♦ Aquel viaje y la ridícula discusión que mantuvimos a su vuelta toman una dimensión desmesurada en mis recuerdos. Aquella noche fue la última habitual. A partir de aquel amanecer se quebró la normalidad. Todo lo que parecía destinado a sucederse, desde hace siglos hasta la eternidad, se acabó. Sí, eso es todo… Como si algún Demiurgo borracho y enloquecido hubiera accionado un minúsculo interruptor y ya está: todo dejó de ser “como siempre” y de tener sentido.
Veníamos de Asturias y pasamos toda la mañana paseando por los pequeños pueblos del Valle de Babia, bajo la vigilancia de la inmensa mole rocosa de Peña Ubiña. Aquel territorio nos entusiasmaba, y sin reconocerlo del todo cogimos unos teléfonos de varias casas en venta. La hora de comer se aproximaba y como en el interior del valle hay pocas posibilidades hosteleras salimos a la carretera nacional buscando un buen sitio.
Estábamos en un pueblo grande y destartalado, cruce de caminos. Había cinco restaurantes; dos “buenos, bonitos y baratos” donde se come pésimo “buenos, feos y caros” donde también se come pésimo y otro —del que tenía alguna referencia— donde hay una barra de acero inoxidable impoluta, con dos grifos de cerveza, varios ceniceros de vidrio, un manojo de llaves, un ordenador portátil abierto pero sin conectar, música de fondo y unos servicios bastante limpios, todo esto pero sin un triste camarero.
Carraspeé, hice algo de ruido con un taburete y como nadie apareció para atenderme me dirigí al baño de caballeros, me alivie y a la salida continué con esa vocecilla meliflua que nos suele salir a todos: “Buenos días… ¿hay alguien?”. Me contestó un profundo silencio, tras la insultante musiquilla de fondo por lo que, algo mosqueado, salí de allí y me fui para el coche.
— Carmen cariño, vámonos…
— Siempre tan egoísta. Necesito ir al baño. Tomo pastillas para mi tensión…, son diuréticas. Pero tú a lo tuyo. ¡Es la última vez que viajo contigo!… —me soltó a bocajarro adoptando esa postura en todo su cuerpo que venía a significar: “me cierro en banda y hay pelea”. Respiré hondo y dejé la mente en blanco. En realidad ya estaba vacía: la habían vaciado el cansancio de aquellas eternas jornadas ociosas, las horas al volante y todo el desgaste que produce la urbanidad necesaria para alternar como ‘guiri’ ante un ejército de hosteleros, artesanos y aborígenes que se arrogan el derecho de engañarte por el simple hecho de admirar su tierra. Ella, después de la penúltima parada de inspección en el cuarto comedero para turistas, se había negado a bajar del vehículo hasta no recibir con total garantía “buenas noticias” y yo ahora le llegaba con la cabeza y las manos vacías.
—Mi vida, estoy tan perdido como tú —le supliqué—. Hay que tomar una decisión. Este pueblo es una mierda. Cojamos el coche y sigamos adelante.
—Tú me has perdido en este “sitio de mierda”.
Por un momento tuve un ataque de pánico. Carmen estaba a punto de echarse a llorar:
—Te dije por la nacional a la derecha… y ahora no me dejas ni mear. Eres un cabrón hijo de puta… No, no quiero volver a hablar contigo.
— Cariño por favor, escúchame. Salgamos de aquí. Ahí tienes un baño. No hay nadie, pero puedes entrar.
— Siempre imponiendo tus caprichos, todos a tus órdenes. Me ha venido la regla; necesito ir a una farmacia.
— Son las dos y media… Todo está cerrado —le contesté, mientras comenzaba a odiarme a mí mismo.
— Claro, todo está a tu gusto. Siempre piensas que todo seguirá igual. Pero estás muy equivocado.
Las lágrimas brotaron con naturalidad, corriendo plácidamente por sus mejillas, como si de un manantial se tratara. Lloró en silencio unos minutos eternos que se me hicieron interminables… en los casi trescientos kilómetros que nos separaban de nuestra casa. Como buenamente pudimos nos alimentamos en un antro de carretera. Ella consiguió compresas, pudo mear y después de algunos monosílabos por su parte, tras de su última frase completa (“claro todo está a tu gusto…”) pude deslizar mi llave en la cerradura de nuestra puerta y arrumbar todo el equipaje en un rincón del pasillo. Ella se fue directamente a nuestra cama. Al dar la luz —en el cuartito que fue de nuestro hijo antes de continuar con su vida emancipada en las Chimbambas— me percaté de que la electricidad había dejado de funcionar: calefacción, luces, televisión… Hasta la pila de mi reloj parecía haberse terminado en ese momento. Pero en aquella noche aciaga no supe interpretar, en absoluto, las terribles consecuencias de tanta casualidad.
Durante los siguientes días, como el llanto de mi mujer, suavemente pero con abundancia, se fueron desarrollando los fenómenos. Cuando las tormentas secas se regularizaron, la luz blanca se instaló las veinticuatro horas del día. Tal vez, en lo que antes eran las madrugadas, y solo durante unos minutos, se oscurecía el horizonte y el tono azulado perece ayudar a respirar un aire menos eléctrico y algo más fresco. Pero el olor a productos químicos y a azufre no remite jamás. Comienzan sin previo aviso, los relámpagos sin trueno y esos extraños rayos fluorescentes que nunca terminan por descargar en la tierra. Y así todo vuelve a ser excepcional. No merece la pena intentar detallar un desastre universal tantas veces anunciado y que aún ahora, cuando se enseñorea frente a nuestros ojos, simplemente no podemos asimilar. Muy posiblemente la última voz humana en este planeta sea la de un experto asegurando que todo esto es imposible que pueda suceder.
Con el combustible se acabó el transporte y ya nos comimos todos los alimentos estropeados del frigorífico. Nosotros fuimos de los que decidimos quedarnos y dejar de deambular sin sentido junto a cientos o miles de desconocidos desesperados. Acaba de morir de hambre, aquí en nuestra cama, entre mis brazos. Su voz me acompaña. No puedo dejar de escucharla: “Siempre piensas que todo seguirá igual”.