Una llanura a la salida de un valle ventoso de colinas en barbecho de trigo y cebada. Pasada la barranca, unas pocas viñas, los olivos, pequeñas choperas, alguna encina y, más atrás, los montes con retamas y tomillos, conejos y espliegos, perdices y romeros. Y allí, el torrente del riachuelo que cuando llega a la llanura se aquieta, no tiene mucha agua. El río cuando pasa por el puente de piedra sobre su lecho de arena espejea, flotando las agujas de los pinos. Los berros y los renacuajos se empoderan por sus charcas. Alguna casa de campesino, pajares amarillos de sol y la tierra humanizada en grandes rectángulos en distintos verdes, que van de la lechuga a la alfalfa.
El abuelo Avelino esta tan acostumbrado a contemplar el horizonte desde esa perspectiva que no entiende el mundo desde ningún otro ángulo. Se ha dejado la vida en el mar de rastrojos de sus obradas, entre sequías interminables o inundaciones con granizos como pedradas. «El agua aquí, ya ve, o se secan las fuentes o se lleva los puentes». Ha visto la misma puesta de sol tras el mismo cerro tantas veces que a quién podría extrañar que considere a esa su tierra. Enteramente suya y no la cambiaría por ningún vergel en regadío, que le cayera como un maná del cielo. Don Julián, el secretario, le ha ofrecido sus buenos duros y él ya no esta joven, ni encuentra sangre nueva que quiera seguir sudando sobre los terruños. No tiene mala pinta el trato. Pero siempre queda una especie de resentimiento, aunque en el fondo late una admiración soterrada; un desprecio por las clases letradas. Ya lo sabe él muy bien: un papel firmado a destiempo puede acarrear la desgracia.
El cielo y el tiempo son los temas centrales en la vida de Avelino. Es un hombre de piel morena y espesa, maduro, no muy alto, y encorvado de tanto agacharse sobre la tierra con el azadón destripando terrones. Robusto y sólido como un olmo. Su rostro, seco y duro como un lagarto. La expresión, cobriza y honda, como la tierra de labor que fue de sus mayores y ahora él trabaja, quitándose el sudor con su pañuelo blanco; a restregones, con el arado. Si hay piojos la culpa no la tiene el pelo, la miseria de los jornales y los niños solos y sin escuelas. Con las madres lavando en el río o en las huertas y los hombres de sol a sol y aun no llega. Así de pronto, no hay nada más sencillo ni tampoco más complicado… ¡Ahí es nada¡
Es labrador desconfiado (si alguien llamó a su puerta nunca fue para darle nada), sumiso pero clarividente. Que nació donde ahora tan solo desea morir, entre piedras históricas, plantas y animales. «Lo mío es lo mío pero lo de todos no es de naíde». Reacio a la asociación, a lo público, la soledad del campo y las rencillas con los escasos vecinos aumentan la prevención y la prudencia con los humanos y la afectividad con los animales. Y, qué caray, que el tener poco acrece el amor a lo que se tiene; la pobreza y la incomunicación dan la sordidez a las disputas por cualquier mojón de cuneta, y tu perro se rompe, un mal día una pata y se sufre por el animal, y se le mata… no hay que darle más vueltas.
El amor a la tierra siempre fue el sustento y soporte de su precaria vida. Le enseñaron a ser sobrio y sacrificado. El abuelo Avelino, no tiene prisa… ¿la tienen la tierra y el sol? Sabe (su tiempo se ha tomado) lo que hay detrás de las cosas y se ríe cachaciento, discretamente, de casi todo. Parece indiferente y se las da de duro de oído, le gusta parecer bruto. Pero en el fondo es un sentimental.
Cuando Don Julián, el secretario, le propuso el arreglo, íntimamente se sintió agraviado, y no era mal apaño. Pero qué quieren, se mantuvo retraído y huraño. Pocos hombres, muy juntos y durante demasiado tiempo, no dan para más. Ver a la fuerza, día tras día, a las mismas personas y escuchar las mismas palabras con idénticos gestos. Teniendo la murmuración como una de las escasas maneras de llenar los ocios. Los mismos y de por vida —si Dios no lo remedia— jalón junto a jalón…y luego dicen que hay rencillas.
El abuelo Avelino sopesa las circunstancias detenidamente; en Castilla hay que saber separar el grano de la paja. Que a uno no le tomen el pelo, es importante en un pueblo pequeño en el que todos se conocen y los de fuera son todos unos vivos. Las fuerzas le van fallando, se quedó viudo, los hijos son flojos y los nietos le ningunean. “Se mueren los buenos y quedamos los malos”.
Pero él ya está hecho al fatalismo y acepta de antemano como algo inevitable, todo lo que pueda sobrevenir. La tierra le enseño y él ya está hecho a la adversidad. «Las cosas cuando se tuercen, no se pueden enderezar». «De donde no hay, no se puede sacar»
El abuelo Avelino es castellano viejo y desde su tierra, en la luz del crepúsculo, contempla sereno el abandono de aldeas y tierras. Sabe que sobreviven pocos y envejecidos, hasta desaparecer un modo de vida con ellos.
Don Avelino, recio como su tierra, siente un instintivo pudor, una tendencia a encubrir su intimidad, esa conciencia de ser uno de los últimos de una propuesta de ser «hombre de pie» sobre el planeta tierra.
Fotografía: Perro semihundido. Francisco Goya