♦ El bar «La Boia» es una terraza de primeras horas de la mañana; es donde, después de comprar el pan y el periódico, tras dar un paseo remolón y curioso por la bahía de Cadaqués, uno se acomoda frente a un mar de cristal plomizo, casi inmóvil y ojea contra la brisa perezosamente. Los camareros, suelen ser andaluces desde hace décadas, otra excentricidad de esta costa escondida, donde nacen los Pirineos frente al Golfo de León. «Una cerveza y unos berberechos, por favor» la cuenta te la ponen debajo del cenicero, para que no se la lleve el aire y para que tú puedas respirar humo. A primera hora puedes encontrarte con un matrimonio de holandeses muy mayor, de carnes blandas y azuladas que discuten durante quince minutos, para luego pedir inevitablemente un bocadillo de jamón y queso. Una francesa espectacular que lee «Le Fígaro» con su cruasán y una pareja «calentísima» que aún no se ha ido a la cama pero que toman su grappa, deprisa, para terminar en ella. Hay una señora de Albacete fotografiando, a menos de un metro de tu silla, a su hija de nueve años con quien debe ser su padre, y un erizo de mar en la mano.
Desde el Casino se escuchan las voces del camionero, que trae el pescado de la lonja de Roses (años atrás las barcas nos lo vendían a pie de arena…) para el restaurante «El Pescador”. Y tu sabiendo, que el resto del día será «especial» como la luz y el sonido de esas olas domesticadas del mediterráneo griego de tu pequeña Arcadia. Suspiras silenciosamente y comienzas a leer, por la última página y te limpias la espumilla del primer sorbo de cerveza. Hoy no tienes nada que hacer, pero estás convencido que como de costumbre terminaras reventado de nuevas maravillas «pequeñitas», por eso estás en Cadaqués.
Te hospedas, como siempre en el extremo de la bahía, en la isla del decadente Hotel Rocamar, aquel que en los años cincuenta era lujoso y hoy es agradable y amplio, tan solo, blanco y cariñoso, es como dormir en una película antigua, con las mejores vistas del amanecer, entre los pinos las rocas y el mar. Más tarde, subirás por las callejuelas con buganvillas hasta “Casa Anita” y llegaras arriba, hasta el Camping en frente del Mini mercado en donde los mochileros compran botes de judías, resacosos después de haber escuchado a Janis Joplin toda la noche, entre porros y risas en el interior de sus tiendas de campaña asfixiadas. Y a la derecha del estrecho camino rodeado de olivos cansados, que baja a Port Lligat, entrare en la desgastada ermita de Sant Baldiri y me colare en el cementerio más hermoso del planeta, paseare entre las estatuas modernistas, entre sus jardines y sus blancos nichos. Hasta terminar por asomare a la espectacular vista de su tapia trasera. Porque aquí, hasta los muertos son hedonistas y saben perder el tiempo, muy bien.
Este año para el mes de Noviembre, volveré a Cadaqués. Sant Baldiri esta enjalbegado de un blanco nuclear, que parece de la aldea del Rocío y a perdido sus lastras de pizarra desgastadas por el tiempo y parte de su “rastell”. El bar “La Boia” lleva dos o tres años abriendo tan solo por la noche, lo lleva el nieto del andaluz, que me serbia las cañas y comentábamos los días que nos faltaban para la tramontana. Ahora se llama “Boia Nit” ponen música electrónica y preparan complejos combinados que el chaval aprendió en un máster de New York.
El Camping está lleno de familias con auto caravanas estupendas y muy pocos mochileros. El Hotel Rocamar lo ha comprado un matrimonio ruso, y lo están tirando para convertirlo en un modernísimo hotel spa, con muchas saunas y chorros de agua, con luces indirectas, mientras los olivos y las paredes de pizarra van desapareciendo lentamente, por nuevas urbanizaciones. Volveré al paraíso, otra vez, cada año más y más perdido.