Brno es una ciudad fea. De las más grandes y desordenadas de la Republica Checa. En donde están las autoridades judiciales, administrativas y toda esta pesca. Bajamos del autobús a eso del mediodía, en una destartalada estación más gris aún que el cielo encapotado y plomizo que nos amenazaba con empaparnos en cuanto abandonáramos el techo de chapa.
Un tipo con un traje negro que le quedaba grande y que apestaba a humanidad se acercó a mí, que aún estaba ordenando los bultos en la acera, y me dijo entre dientes, muy bajito: “Tres mil coronas Checas por cien euros”. Teníamos que coger otro autobús en el muelle diez en treinta minutos. Pregunté por la cafetería. Por supuesto no había; tenía que salir, cruzar la carretera y elegir uno de los dos bares que, uno frente al otro, completaban la esquina de una calle estrecha y cuesta arriba. Tenía poco tiempo, pero necesitaba un cuarto de baño limpio.
Cuando salí de los aseos, comencé a escuchar los helicópteros. La escasa clientela del bar estaba en bloque mirando por el ventanal que daba a la calle. Yo me asomé a la puerta. Y allí estaban todos. Doscientos policías con fusiles de asalto, siete perros amenazantes tirando de sus correajes. Media docena de tanquetas macizas y oscuras. Y bajo el amenazante ruido de las aspas de tres helicópteros, unos ciento cincuenta manifestantes con pancartas y cara de que no les llegaba la camisa al cuerpo. Pero aún así, de vez en vez gritaban dentro de su martirologio. La excursión por la mítica Moravia estaba siendo un éxito, muy entretenida. Había olvidado la fecha en que vivía. Era el uno de Mayo.
Después de atravesar cientos de montes redondeados entre verdes y amarillos, el autobús nos dejó en lo alto de un cerro a dos kilómetros largos de Ceskí Kumlov. A partir de allí todo fue más sencillo.
Según bajábamos, a uno no le podía extrañar que esta caprichosa población de la Bohemia Meridional haya estado desde el principio en la lista de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. El meandro del río Moldava abraza la almendra de arquitecturas gótica, renacentista y barroca. A elegir que tenemos de todo, que dirían los Habsburgo. Pasear por sus callejuelas medievales era un no vivir de fijarse en los mil detalles de aquella balconada. Los adoquines de la calzada, el picaporte labrado de esa puerta o el añoso y recoleto jardín de cualquier esquina junto al río.
Una pena que comenzaran a brotar como setas las típicas tiendas de suvenir, que son iguales en Benidorm que en la Pampa Argentina. Pero encontramos “La casa del Cuento”, que es un estrecho edificio con ático, con cuatro o cinco alturas, realmente mágico. Con una exposición del Museo Nacional de Marionetas. Las más antiguas proceden de finales de siglo XIII, hay un teatro mecánico de 1815 precioso y cientos de personajes antiguos y desgastados que parecen mirarte desde el silencio, misteriosos.
Comimos como leones en una mesa con asientos corridos de gruesa madera, al aire libre a las orillas del Moldava frente al castillo del siglo XIII. En una taberna tan especial no se debe pedir nada más que el “festín bohemio”. Un platazo de barro con carne de conejo, pollo, faisán, patatas, jamón cocido y no sé cuantas cosas más, que tan solo podrás deglutir tras varias jarras de cerveza. Lo peor es que después había que subir a la torre del castillo para no perdernos las vistas de 360º de este bello lugar.
Al entrar por el puente levadizo del Castillo me fije que en el foso, bajo unas enormes piedras, había como un tobogán, arena y restos de comidas, me llamó la atención, pero no vi nada más y continué turulato prestando atención a cada detalle. Y subimos a la torre, malamente, y también bajamos. Era un enorme bastión impresionante y misterioso. Cuenta la historia (que no la leyenda) que uno de los vástagos del Emperador Rodolfo II de Austria, Julio César, más conocido como Don Julius, estaba loco de atar (parecía de esquizofrenia) y violaba por aquí, mordía los cuellos de sus criados por allá. Su padre, harto de la fiera, le desterró en el Castillo de Ceskí Kumlov, a donde volvía cada noche a hacer de las suyas. Se enamoró de la hija del Barbero de la ciudad, quien se entrego “obligada” al perturbado Don Julius. Una noche la tiró por una ventana, pero milagrosamente (cayó sobre un montón de mierda) se recuperó. Por fin la dio muerte poco después. La pobre terminó sin orejas, con un solo ojo y con el cráneo hecho puré sobre el lecho.
Su condición de vástago real impidió su condena a muerte y fue finalmente encerrado bajo llave en el castillo, impidiéndole salir nunca más de una habitación cuya ventana enrejada daba a la calle, a la que se asomaba desnudo, se hacía heridas a sí mismo e insultaba a la gente. La enfermedad, aunque hay quien dice que el veneno, terminó con él. Pero no los que dicen que aún se escuchan sus gritos entre las rejas o la imagen de una doncella que en ocasiones se ve al trasluz de la antigua barbería.
Finalizada la explicación, se me ocurrió preguntar al guía, por lo que había en el foso. “Un viejo oso” me dijo. A la salida, me costó dar con el pobre animal. Estaba de espaldas al puente levadizo, negándose a mirar hacia los continuos grupos de turistas. Tumbado, muy quieto, con los mismos ojos tristes que siglos atrás podría haber visto a un pobre loco encerrado en su castillo.