♦ Una visita al Museo del Prado, sin saludar a El Bosco, es una visita desperdiciada. Yo que tengo en mi dormitorio desde hace años el tríptico del Carro de Heno, frente a mi cama, siempre al abrir los ojos me hace reflexionar. Cuentan los entendidos que las tablas responden a un refrán flamenco que dice: “El mundo es un carro de heno y cada uno coge lo que puede”. Me ha divertido siempre contar la anécdota entre amigos y conocidos del kiwi que los viejos españoles vieron sobre el 1515, mucho antes que los naturalistas ingleses.
Se sabe que el primer ejemplar disecado de este pequeña ave oriunda de Nueva Zelanda, llegó a Europa a inicios del siglo XIX. Poco después, en 1851, el zoológico de Londres se convirtió en el primero en albergar un ejemplar de kiwi vivo.
¿Qué querría decir Hieronymus Bosch incluyendo a esta inofensiva ave sin alas en la tabla del castigo a los pecadores (la tabla izquierda del tríptico que narra el origen del Pecado del Ángel Caído, es decir, el mismo Diablo) de su ‘Carro de Heno’? ¿Cómo llego a pintar sin modelo alguno una especie desconocida en su época? Se trata de un misterio irresoluble, lo he investigado y El Bosco no tiene perfil en Facebook, tan solo disponemos de su genialidad en Madrid, en la planta baja de Paseo del Prado. Por supuesto aquí no se va a reproducir ninguna fotografía del tríptico, vayan a buscarlo en el original, no hay color.
Pero lo que ahora me interesa no son los pájaros. Hoy quiero hablar de un Santo. Mi primer encuentro con este individuo lo tuve hace décadas en una película de Luis Buñuel, la realizó haya por el 1965 en México. ‘Simón el estilita’ era aquí su alias. Un tipo barbudo que se mantenía en penitencia de pie sobre una columna de ocho metros durante más de seis años. El diablo le tienta y se le aparece encarnado en una bellísima mujer. Los pechos de Silvia Pinal y esas secuencias en blanco y negro continúan removiéndome por dentro. Creo que es una de las películas de mi vida. No lo tengo superado.
San Antonio o Antón Abad (nació y murió en Egipto) fue un monje cristiano, fundador del movimiento eremítico. Se sabe que abandonó sus bienes para llevar una existencia de ermitaño y que atendía varias comunidades monacales en Egipto, permaneciendo eremita. Se dice que alcanzó los 105 años de edad. Pasó muchos años ayudando a otros ermitaños a dirigir su vida espiritual en el desierto, más tarde se fue internando mucho más en el desierto para vivir en absoluta soledad.
En el antiguo Egipto se consumían carnes de reses vacunas, cabrías, lanares, pero lo que tenían rigurosamente prohibido era consumir carne de cerdo, excepto los días de plenilunio que se estimaba como noche sacra. Al cochino le consideraban un animal sagrado, hasta tal punto que quien estuviese en contacto con él tenía que bañarse en el Nilo para purificarse.
Los ritos y creencias asociados al solsticio de invierno, y que aún sobreviven, tienen, sin duda, un origen pagano, que se ha visto un tanto difuminado por la cristianización de estas costumbres a través de los tiempos. Por eso, en enero son días de hogueras en honor a San Antón. El pueblo entero que canta, habla, baila y comparte alimentos, convirtiendo este rito de fuego en auténtica fiesta que anima la larga y fría noche de invierno. El fuego se convierte una vez más y con el paso de los años en un lazo de unión entre vecinos. Tenemos que quemar nuestros «trastos viejos” en las hogueras y comenzar el año con nuevas ilusiones y perspectivas.
Se utiliza la expresión “Pareces el marrano San Antón” para describir al chico que no para en su casa y va continuamente a casa de sus amigos. Está siempre de casa en casa. Antiguamente cada año se le regalaba un cerdo a San Antón. Este cerdo se criaba entre todos los vecinos del pueblo. El cerdo estaba suelto por el pueblo y él por sí mismo decidía a donde quería ir a comer. Iba de casa en casa. El vecino a cuya casa decidía el cerdo ir a comer tenía la obligación de darle de comer, «echarle de comer».
San Antón mató un marrano
y no me dio las morcillas
quien le diera a San Antón
con un palo en las costillas.
Un tipo curioso este egipcio… Gustave Flaubert escribió ‘La Tentación de San Antonio’ obsesivamente a lo largo de veinticinco años, la que consideraba “la obra de toda mi vida”… y yo me la leí con veinte añitos y así me dejo… (Está ahora en el siglo XXI en la colección ‘Letras Universales’ en la editorial Catedra). En pintura interesó a un par de monstruos (Salvador Felipe Jacinto Dalí i Domènech y Jeroen Anthoniszoon van Aken), que consiguieron dos grandes obras maestras, que es lo os quería mostrar…
Estuvo en el Monasterio del Escorial antes de pasar a formar parte de las colecciones del Museo del Prado. En primer término el santo, vestido con el hábito de su orden, medita en actitud orante, ajeno a cuanto sucede a su alrededor. Se le identifica por los símbolos habituales: la letra griega tau pintada en azul sobre su hábito y el mango del báculo sobre la piedra. Seres monstruosos o demonios revolotean sobre él, en alusión a la tentación del mal. La casa, rematada de manera fantástica por la cabeza de la anciana, es una probable alusión a un prostíbulo, como delata la enseña con el cisne en su puerta. La joven desnuda en su puerta simboliza las tentaciones de la carne, a las que el santo se enfrenta con decisión. A la izquierda un monasterio antoniano es presa de las llamas, alusión a la relajación de las normas por parte de la orden religiosa a la que el santo pertenece.
El ermitaño se ve tentado por la lujuria, el poder y la riqueza, soportadas por unos elefantes imposibles de larguísimos miembros, mientras negros nubarrones se ciernen sobre el desierto. El caballo amenazante parece provenir directamente del infierno.
En el cuadro se muestra a san Antonio Abad en un desierto, arrodillado y sosteniendo una cruz hecha con dos varitas para protegerse de las tentaciones que lo atacan, con el antiguo gesto del exorcismo. Estas son representadas por un caballo y una fila de elefantes, todos estos con sus patas alargadas de forma grotesca y cada uno cargando con una tentación. San Antonio es representado como un mendigo, está desnudo y despeinado y se apoya sobre una piedra. Delante de él hay una calavera. El cuadro describe literalmente las tentaciones a las que el hombre normalmente cae: Triunfo, representado con el caballo, el cual tiene sus pezuñas desgastadas y llenas de polvo. Este animal recuerda a los jumentos esqueléticos de los primeros cuadros surrealistas del autor. Sexo, representado por la mujer sobre el primer elefante. Oro y riquezas, representados por los dos elefantes sobre los que hay una pirámide y una casa de oro y dentro de esta última un busto de mujer lo aguarda. Más atrás, otro elefante carga un altísimo monolito sobre su espalda. Detrás de este y sobre las nubes, hay un castillo. En el paisaje desértico, dos hombres discuten y al fondo un hombre lleva de la mano a su hijo. Este último par de personajes también es representado en Vestigios atávicos después de la lluvia. Un ángel blanco vuela sobre el desierto.
Este lienzo lo tienen en los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, en Bruselas. Pero en Atocha, en el Museo Reina Sofía tenemos el ‘Visage du Grand Masturbateur’ de 1929. ¡Qué mejor tentación!