Getafe olía a pintura al temple en gotelé y a cola de papel pintado con flores. A piso piloto y descampados. A los cerdos del cuartel de artillería y al verde blanquecino del campo de cebada, que anunciaba que el cereal no había granado entre la iglesia de las Margaritas y la Avenida de España. El edificio Alhamar, y aún menos la reciente Universidad, no existían.
Pasado el Hogar del Mueble, entre el Bar Manzanares y el Liceo Juan de la Cierva, había un cuchitril de aire y sudor confinado, en donde por tres pesetas se intercambiaban Estefanías del Oeste, Spiderman o Corín Tellado.
Todo esto fue antes de que se construyera la fuente de las palanganas, de hormigón, y el jardín agobiado en la Plaza de España. Junto a la pista que llegaba a las puertas de la Base Aérea. Primero sobre un barrizal se edificaron las torres. El camión de Marcelo recogía las cuadrillas de Villamanta y Navalcarnero, de Móstoles y Alcorcón, y cuando llegaban al tajo, saltando los charcos, se ponían el mono entre los bidones de agua congelada en el amanecer, las filas de ladrillos y los tablones de los andamios de los yeseros, ese olor húmedo de las llanas circulando, entre el humo, de los cigarrillos Ducados apretados en los labios.
En la Cafetería Ortiz, esquina grande, entre la Avenida y la Plaza, justo frente a la fuente de las palanganas, once señores mayores vestidos de negro eran cooperativa, trabajadores y propietarios. Estupendo local en donde el novio de mi hermana mayor ojeaba el “Hermano Lobo” esperando la cita del sábado por la tarde.
En el bar La Joya, ya en la Pista frente a una de las torres. Ese señor calvo y con gafas, circunspecto, buen profesional. El pincho de champiñón y las cañas. Recuerdo a uno de sus parroquianos, director de Banco depredador y buen mozo, alcoholizado y corrupto hasta el corvejón. Me caía bien, a todos nos caída de puta madre, esa es la verdad. Tan bien vestido y tan apuesto, era un presagio de lo bueno que nos iba a llegar. En la otra acera, pasando un hueco enrejado bajo las grandes edificaciones, girando a la derecha, se encontraba el local de falange española de las jons. Al entrar se levantaba el brazo y se gritaba “arriba españa”. El español era su especialidad: cubata de coñac Soberano con coca cola.
Siguiendo en dirección a la Parroquia de San Sebastián, pasábamos por la mercería y el minúsculo cubículo del zapatero remendón. Pasamos de largo el interbloque de la peluquería y la discoteca Miami, el kiosco en donde comprábamos los cigarrillos Bisonte sin filtro sueltos, y nos encontramos en la destartalada La Cafetería El Ánfora. Demasiado un poco de todo, decoración extraordinaria, buscándose mientras se perdía entre su variopinta clientela.
Poco más allá, el mínimo local de los churros con chocolate, en frente el primer restaurante chino, y en el final del ensanche el Mesón del Arriero. Grandes aperos de labranza, trillos estrafalarios, paredes con la Mancha encima. Desde migas y torreznos con chato de vino, hasta banquetes de boda. Dio el cerrojazo por ruina, hace medio siglo y jamás se volvió a levantar nada, sobre aquella apestada superficie.
Por los pasadizos, denominados calles de los pisos para necesitados, se podía llegar hasta la calle Madrid, frente al mítico Simago. Otra superficie apestada de este territorio indómito.
Fue por una pistolita de plástico marrón ennegrecido, a la que se introducía una corona de petardillos que se percutían en su interior. Un objeto extraordinario, que aún me hace reflexionar. Todos robábamos en Simago, menos yo. Apreté contra la palma de mi mano el tesoro y lo oculte disimulando en el interior de mi camisa. El sudor frío comenzó su curso y a la salida, como es natural, me pillaron.
Sin duda fue una experiencia vital, un paso iniciático, mi presentación a la entrada de los infiernos y así, poco a poco, a base de hostias Getafe dejó de ser aquel territorio desconocido.