Mucho hemos aprendido con las novelas de Benito Pérez Galdós, sería extenso hacer un análisis de todas ellas, desde “Gloria” hasta las cuatro de Torquemada. Galdós hizo radiografías y hasta escáner literarios de todo el siglo XIX, no sólo la vida social, se sumergió en la vida de los ciudadanos vistiéndolos de novela, desde sus grandezas a sus miserias humanas, describiendo hasta su fisonomía, su vestimenta, sus llantos y sus alegrías, uniendo a ellas una chispa de psicología a su comportamiento social e íntimo.
Lo que más me impacta aún es su denuncia social, que enlaza “Marianela” con el “Doctor Centeno”, que los une con el hilo humano de un niño llamado Celipín Centeno. El imposible cambio político con “La Fontana de oro”, la lucha sin fin, la marginación, la explotación humana y, sobre todo, y ante todo, el hambre, la enfermedad, la ambición de “La de Bringas”. La usura hacia unos madrileños que sin poder pagar los réditos de préstamos de hasta un 200% que, como bien dice en “Torquemada en el Purgatorio”, esas deudas terminaban con el infeliz deudor volteado por el Viaducto y de allí al cementerio.
El honor de “El Abuelo” y de “Gloria”, la religión con vestigios de la desaparecida Inquisición en los años treinta, la muerte por amor, hasta la del “El Amigo Manso” donde se ama en silencio, y se lleva al sepulcro el amor, como si hubiese sido un sueño, porque ese es el final de lo onírico, la guadaña que también se lleva el pensamiento y todo aquello que activa las neuronas y nos envuelven en la inquietud más intima.
Cervantes nos contó la historia de un loco, sus aventuras, y el crisol de las desventuras.
Pero Galdós abrió las entrañas de España, de Madrid, diseccionó, realizó una autopsia literaria de la sociedad de ese siglo, que hemos empezado a llamar “El Siglo de Galdós”, separó la vida de las corralas de los palacetes y de las villas, ascendió al retrato escrito de la burguesía, descendiendo a los pies descalzados de Celipín caminando por la Puerta del Sol, haciendo recados, por un mendrugo mohoso. A Galdós le debemos el conocer otro tiempo, otras gentes, que lo mismo glorificaban Madrid que lo infectaban, en un siglo en que la política-militar y el clero eran dueños y señores de un modo de vida, que no quisieron cambiar, les dieron el ferrocarril, la luz, telégrafo y teléfono, una industria que nos llevó años después al anarquismo asesino y a unos patrones explotadores y, para empeorarlo todo, el caciquismo de “Doña Perfecta”, también con resultado de muerte, de locura, hasta hacer aparecer en sus obras el inmisericorde manicomio de Leganés, como en “La Desheredada”.
Cervantes escribió la obra cumbre con dos personajes y pocos secundarios. Galdós llegó a la cumbre con centenares de personajes en aquella devanadera de una España que despertaba cada mañana apagando las farolas de gas en las calles de Madrid y el hambre en las cocinas pobres, cuando Rafael “el ciego” tomaba un chocolate, y las hermanas una achicoria aguada y engañosa, que pervivió hasta mi infancia carabanchelera.
José Manuel García García (Josman)