Qué lejos queda aquella ilusoria reivindicación de los huelguistas de Chicago: “Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el descanso y ocho horas para el ocio y la cultura”.
♦ El Primero de Mayo, así, a secas, tiene su origen en la huelga que les costó la vida a un grupo de trabajadores que, el 1 de mayo de 1886, en la ciudad de Chicago reivindicaba la jornada laboral de ocho horas. Acusados sin pruebas de haber colocado una bomba que mató a varios policías, fueron condenados a morir ahorcados. La huelga formaba parte de una campaña que tenía como objetivo establecer por ley la máxima: “ocho horas para el trabajo, ocho horas para el descanso y ocho horas para el ocio”. A partir de entonces el Movimiento Obrero Internacional tomó la resolución de celebrar el Primero de Mayo.
El Primero de Mayo no es un día de fiesta como tampoco lo es el 8 de marzo, Día de la Mujer Trabajadora, tanto el uno como el otro son dos días para recor-dar si es que lo hemos olvidado que ni mucho menos vivimos en el mejor de los mundos. El Primero de Mayo es un día para echarse a la calle y gritar a viva voz que estamos harto de tanta injusticia, de tanto recorte, de tanto paro, de tanto y tanto que nos roban. Esta es una sociedad injusta y desigual y la peor parte con diferencia y por sistema se la llevan los trabajadores y las mujeres que además son mayoría. Eso hay que cambiarlo.
Ensalzar al trabajador por ser trabajador como añoraba el poeta Jesús López Pacheco puede llegar a resultar insultante, aunque forme parte de la cultura tradicional que en gran medida se ha cultivado en nuestro país. Jesús López Pacheco escribía: “Padre obrero de tu trabajo vengo, /de tu ascensión a mano dura y dura/ por la vida. Mi grito de poeta, / mi vida de hombre claro y enfrentado, / viene de ti, de tu sudor de oro”. El padre del poeta no era el obrero que trabajaba en la cadena de montaje de la Ford, por poner un ejemplo, era más bien un artesano, un hombre condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente pero que no sufría la explotación dura y pura, salvaje, que sufren de forma colectiva e irremediable la inmensa mayoría de la población. Cuando un hombre o una mujer vende su fuerza de trabajo se está vendiendo a sí mismo. No puede quedarse en casa o paseando por el parque mientras su fuerza de trabajo va la fábrica o a la oficina. Alguien que no es él, le pone precio a su tiempo y a su vida. Un precio, por cierto, miserable. Y no olvidemos que en nuestro país, además del insoportable número de parados, hay quien incluso trabajando no consigue dar de comer a sus hijos lo suficiente, pagar el recibo de la luz ni tampoco la hipoteca de la casa al banco. Qué lejos queda aquella ilusoria reivindicación de los huelguistas de Chicago: “Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el descanso y ocho horas para el ocio y la cultura”.
No conozco a ningún obrero acusado de figurar en los famosos Papeles de Panamá. Su nombre no, pero el dinero que les deben, sí. Quien no paga sus impuestos a Hacienda, se llame como se llame, nos está robando a todos, sobre todo a los trabajadores que lo dan todo para que todo funcione. Y, por cierto, que no nos vengan con el cuento de que el Primero de Mayo es la fiesta de San José Obrero, entre otras cuestiones de menor importancia, san José no era de Comisiones Obreras y tampoco de la UGT, ni tampoco ningún juez le ha condenado a dos o tres años de prisión por ir a la huelga y pasarse de la raya.