Nadie quiere hacerse cargo de ellos salvo que decidamos venderlos como papel al peso por unos euros en la chamarilería de la esquina
♦ Los libros lo invaden todo. Al menos eso es algo que nos sucede a los que no hemos sabido vivir sin ellos a lo largo de nuestra vida. Sin saber cómo, los libros llenan de arriba abajo alguna de las paredes de nuestras casas. En el mejor de los casos, una vez leídos permanecen durante años impasibles, mudos, acumulando polvo y somnolencia. Perdidos. Pesando lo suyo, kilos y kilos de papel, ocupando un lugar fuera de nosotros, fuera de nuestro tiempo para siempre jamás. Al principio nos sentaban bien, nos hacían sentirnos importantes, sabios, conocedores de todo aquello que nos hubiera gustado conocer, experimentar, visitar, sentir, pensar, ahora son una carga insoportable de la que nadie quiere hacerse cargo. Los libros son como los perros, tienen fama de ser los mejores amigos del hombre, pero cuando se hacen grandes y se multiplican se vuelven insoportables. Ya nadie los quiere. ¿Quemarlos? ¿Quién se atreve a quemar sus libros? Ni sus libros ni los de nadie. Nadie quiere ser como los nazis, ni como el cura y el ama de don Quijote. Abandonarlos en una gasolinera durante un viaje te puede costar caro si te descubren.
Una de las mayores desgracias de la historia de la humanidad fue la destrucción de la biblioteca de Alejandría. Todo lo que no estaba en la Biblia o en el Corán debía ser entregado al fuego. Los libros son peligrosos. Los que dicen poseer la verdad no quieren verlos nadie ni en pintura y sin embargo siempre se ha dicho que en ellos se atesoraba toda la sabiduría que había que preservar. Ahora bien, mucho cuidado con ellos, te pueden matar, te pueden envenenar, como les ocurrió a los monjes del monasterio de El nombre de la rosa o te pueden volver loco como a don Quijote. El amor a los libros es lo peor que te puede pasar, ya nunca vas a ser capaz de deshacerte de ellos como le sucede a Peter Kienel protagonista de Auto de fe, la extraordinaria novela de Elías Canetti. Como le habían echado de casa y no tenía donde colocar sus cientos de libros, los llevaba metidos dentro de su cabeza y cada noche, para poder dormir, los colaba sobre los muebles y las sillas de la habitación del hotel. Al final decide quemarse vivo en medio de todos ellos: “Cuando por fin las llamas lo alcanzaron, rompió a reír tan fuerte como jamás se había reído en toda su vida”.
Lo mejor que puedes hacer con tus libros es quedarte con uno solo, el que más que te guste, el que más te haya llegado dentro y arañado en tus entrañas, como hacían en la película Farhenheit 451 de François Truffaut y aprendértelo de memoria para que no se pierda y todo aquel que quiera pueda conocerlo a viva voz de tu boca. No sé si con todo esto solucionaríamos el problema de qué hacer con tanto libro que hemos atesorado para nuestra perdición en nuestras vidas y en las paredes de nuestras casas. Nadie, nadie, quiere hacerse cargo de ellos salvo que decidamos venderlos como papel al peso por unos euros en la chamarilería de la esquina.
Ya no es necesario romperse la cabeza a la hora de decidir que tres libros te llevarías a una isla desierta como nos proponía H.G. Welles, ahora te basta con una table con cientos de libros en ella almacenados.