Leganés es una ciudad enredada en una red de autovías que la circundan, que no sabes si te llevan o traen a alguna parte.
♦ Ahora, que la primavera se ha descolgado de los árboles, descubro que la ciudad de Leganés flota en la indeferencia. El trío de cabezones que nos saluda con displicencia cada vez que salimos o entramos por la carretera de Carabanchel pone de evidencia esta indiferencia. Cada uno de estos cabezones tiene puesta su mirada hacia un punto del horizonte completamente dispar, como si no hubiera nada y nada les importara en absoluto. Estos cabezones lo están impregnando todo de un sin sentido sin límite y sin medida, así es Leganés. Que no te pregunten, por ejemplo, quienes son los concejales que componen la Corporación Municipal actual. No los conoce nadie, ni ellos mismos, tampoco, apenas saben quién es quién en la ciudad. Los políticos son unos extraterrestres, viven aquí pero son de otro mundo, a ellos no les desahucian por no tener para pagar la hipoteca, no viven con sus padres aunque tengan más de treinta años de edad, no están condenados al paro y sin embargo se quejan de que trabajan tanto que no tiene tiempo para nada. Así, en el fondo, es Leganés, una ciudad enredada en una red de autovías que la circundan, que no sabes si te llevan o traen a alguna parte. Con un Metrosur que cuando viajas en él no sabes cuando sales o entras en la ciudad. Qué más da, la Zona Sur Metropolitana Madrileña es un continuo urbano sin límites y fronteras. Una ciudad sin los vecinos de toda la vida. Aquí ya nadie se conoce, cada uno va a lo suyo, como Dios o Ala manda. Ni siquiera importa mucho quienes son los que ocupan la vivienda de al lado, esos que viven puerta con puerta contigo, con los que compartes el ascensor y el contenedor de la basura. Ya nadie se acuerda de cuando se podía presumir de tener un pueblo, un barrio, con su tienda de ultramarinos, su cine de sesión continua, su escuela y hasta su dispensario médico a la vuelta de la esquina. Hoy, si caes enfermo, enfermo de verdad o de mentira, te llevan a las urgencias del hospital Severo Ochoa, donde te tratan como si no fueras nadie, con mucha profesionalidad por parte de las enfermeras y los médicos e incluso con cariño, por qué no. Para ellos no dejas de ser un desconocido, un paciente anónimo al que hay que tratar. Ahora flotamos en el vacío y en el desamparo a pesar de tener tanto a nuestro favor. Es decir, aquí ya nadie se conoce, no saben quién es tu familia, cómo se llama tu abuela, quién es tu padre, en qué trabajas o no, cómo pasas tu tiempo libre, a qué partido votas, qué religión practicas o cuáles son los colores de tu equipo de fútbol, si tienes o no casa en el pueblo y apartamento en la playa. Si te mueres, apenas a nadie le importa, no como antes, que todo el vecindario podía oír el monótono sonido de la campana de la parroquia. Ahora te amontonan en los cementerios o te queman en el crematorio para que luego la familia no sepa qué hacer con tus cenizas. Es más, incluso, puede ocurrir que esos chicos tan educados, con aire algo extraño, que se cruzan con nosotros cada mañana en el rellano de la escalera sean unos terroristas yihadistas de mucho cuidado.