Siempre pensé que la política servía para decidir qué gobierno puede dar respuesta a los problemas que padecemos los ciudadanos, no a si queremos ser de aquí o de allí.
♦ El derecho a decidir es una de esas reivindicaciones que son como el humo que, como dice la vieja canción que cantaban The Platters, te “ciega los ojos”, no solo los ojos, también la mente. Y lo peor es que es un humo que sale del corazón, del sentimiento. Y contra el corazón, ya se sabe, no valen para nada las razones. “El corazón tiene razones que la razón desconoce”, afirmaba Blaise Pascal, y tenía toda la razón del mundo aunque en el fondo es un desmadre total. Por ejemplo, un buen número de catalanes, no todos, quieren celebrar un referéndum para decidir si quieren o no quieren ser catalanes o más bien que no quieren o si quieren ser españoles. Una reivindicación que defienden quienes lo defienden como el no va más de la democracia, haciendo gala de ser más sofistas que el mismísimo Gorgias que según Sócrates toda su enseñanza consistía en defender con los argumentos más sutiles algo que no responde a la realidad como si fuera lo más verdadero del mundo. Los de Podemos, incluso van mucho más lejos que el mismísimo Gorgias cuando dicen que defiende el derecho a decidir por parte de los vascos y los catalanes para que digan que no en lugar de decir sí, que quieren seguir siendo españoles o yo no sé bien qué.
Siempre pensé que la política servía para decidir qué gobierno nos puede dar respuesta a los problemas que padecemos los ciudadanos, no a si queremos ser de aquí o de allí, porque en el fondo lo qué importa es si tienes un trabajo, si tienes una vivienda y pan para alimentar a tus hijos tres veces al día. Todos los independientes ya sean los de Uleg, aquí en Leganés, como los de Esquerra Republicana de Catalunya, pecan de lo mismo, identifican el lugar donde uno vive con las condiciones de vida que vivimos.
Si algunos catalanes, sean muchos o pocos, algunos vascos y también, cómo no, gallegos, valencianos, cartageneros, bercianos anhelan con todo el alma que les pregunten qué quieren que se pongan en su carnet de identidad a qué país pertenecen también se lo deberían preguntar a los andaluces, a los extremeños y a lo mejor nos llevamos la sorpresa de que nadie en este país quiere llamarse español.¿Qué pasaría si les concediéramos ese derecho a decir a los magrebíes y subsaharianos del barrio de San Nicasio de Leganés? Mejor, ese asunto, ni tocarlo.
El otro día vi una pintada que decía: “Castilla libre”. Sí, libre, “libre para qué”, como le contestó Lenín en 1921 al socialista Fernando de los Ríos. Está claro, libre para ser más libre y no creo que ser castellano, andaluz, vasco, catalán o magrebí, por eso uno sea más libre. Y es que la pregunta clave no tiene nada que ver con la libertad sino con la independencia, es decir, con ser uno mismo, disponer de uno mismo en igualdad de condiciones que cualquier otro ser humano. Por eso, lo grave, no es ser catalán, vasco, madrileño, leganense o subsahariano, aquí lo verdaderamente escandaloso es haber nacido sirio y de la noche a la mañana haberse convertido en un refugiado a las puertas de Europa en medio de un lodazal.