Volver al pueblo donde nació es el sueño de muchos de los abuelos que un día, allá por los años cincuenta del siglo pasado, se vieron obligados a abandonarlo.
♦ Ciudades como Getafe, Leganés, Fuenlabrada, Alcorcón, Móstoles y todas las que conforman la periferia de la ciudad de Madrid están llenas de estos abuelos. La vuelta al pueblo para ellos es algo así como recorrer la senda de los elefantes, la senda que nunca se olvida. Algunos vuelven pero tan solo por unos días en verano con la ilusión de recuperar todo lo que perdieron en su juventud, cuando se vieron obligados a emigrar; otros, regresan demasiado tarde, les traen para ser enterrados en el pequeño cementerio de las afueras de su pueblo. Los hay que, por último, se perdieron para siempre y nunca más volverán.
Lo recuerdo como si lo estuviera viviendo en estos momentos el día que, algunos de los jóvenes del pueblo en el que vivía en aquel entonces, se despedían una tarde al final del verano para irse a trabajar a Madrid a una fábrica de automóviles del barrio de Villaverde. La ilusión brillaba en sus ojos pero la pena les traspasaba el corazón. Era una cuestión de supervivencia, o te ibas a la ciudad a trabajar o no tenías futuro. Quedarse en el pueblo y mal vivir del trabajo en el campo era lo que habían venido haciendo sus antepasados desde siempre, casi desde que el mundo es mundo. Del campo no se podía vivir como Dios manda. Irse a la ciudad, a trabajar en la cadena de montaje de una gran empresa era el porvenir, el futuro abierto. Después vendría comprarse un piso, casarse con la novia de siempre, fundar una familia y vivir la aventura de haber vivido, tener hijos, verlos crecer, casarlos y tener nietos y el días menos pensado jubilarse. Allá en el fondo de todas las añoranzas siempre estaba el pueblo que un día lejano quedó atrás desgarrándoles por dentro.
Un buen número de pueblos españoles están inmerso en el más desolador abandono. Es como si no existieran. Como si los hubieran borrado del mapa sino fuera por algunos abuelos casi centenarios que perciben una escuálida pensión. Son los que nunca quisieron abandonar el pueblo y ahora son como sombras apagadas que esperan la llegada del verano para que vengan los hijos a verlos. A veces ni tan siquiera eso. En vez de venir a verlos se van a la playa. ¿Quién aguanta un pueblo sin nada más que un campo seco y baldío? Si vienen unos días, los días de la fiesta, es porque no hay más remedio. Al día siguiente se van y todo queda sumido en el vacío, más triste que nunca. El pueblo queda para nadie. A pesar de que esos que se fueron allá por los años cincuenta del siglo pasado se han construido un casa, la casa de sus sueños. Una casa baja con puertas y ventanas a la calle, no como la vivienda de apenas sesenta metros cuadrados en un cuarto piso sin ascensor de la ciudad. Una casa para vivir todo una vida, lo que ocurre es que ya no se tiene una vida por vivir, la vejez se va imponiendo cada año con más virulencia y los hijos ya no son de aquí. La vida para ellos, los hijos, ya no es la vida del pueblo es, para lo bueno y para lo malo, la de su barrio en la ciudad. Al final la casa de sus sueños en el pueblo de su juventud es una casa para nadie, para pasar unos cuantos días si se está bien de salud cada verano. Los buenos sueños son para hacerlos realidad.
Lo último, lo definitivamente último, para algunos de estos jubilados es recorrer la senda de los elefantes, la que nunca se olvida, la que va camino del pequeño cementerio a las afueras de su pueblo en medio del páramo. Y allí poder descansar junto a los abuelos.